DIFERENCIAS ENTRE CRISTIANOS Y JUDÍOS: EL MESIANISMO
Por: Álvaro López Asensio
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1.- El contexto histórico: el mesianismo judío
En los tiempos bíblicos, los reyes de Israel eran coronados o ungidos con el rito de la unción de aceite[1]. El ungido se llamaba en hebreo meshiah o Mesías (en griego cristos o Cristo). La base de esta creencia está en la bendición profética del patriarca Jacob a su hijo Jehuda: “nadie le quitará el poder a Judá ni el cetro que tiene en las manos hasta que venga el dueño del cetro, a quien los pueblos obedecerán” (Gn 49, 10). Cuando la iglesia Católica celebra los sacramentos del bautismo, confirmación, unción de enfermos y orden sacerdotal, se unge ciertas partes del cuerpo con los “olios sagrados” de aceite de oliva, que son bendecidos en la festividad del Jueves Santo.
· Tras la conquista de Jerusalén, el rey David mandó poner la tienda del Arca de la Alianza en lo alto del monte Sión. Su hijo Salomón construyó allí el primer Templo con muros de piedra[2] para que el pueblo pudiera adorar y ofrecer sacrificios a Yahvé en un lugar permanente, como duradera es la presencia de Yahvé en medio del pueblo (Shekiná).
· Tras la muerte de Salomon (933 a.C.) y para evitar sus excesos políticos[3], su hijo Jeroboam (con las tribus judías del Norte) provoca una rebelión que divide el territorio en dos nuevos Estados independientes: el reino de Judá con capital en Jerusalén; y el reino de Israel (las regiones norteñas de Galilea y Samaría) con capital primero en Siquén y luego en Tirsa.
· La división política no supuso inicialmente una ruptura religiosa, sino más bien cultural. Para tener un lugar de culto semejante al de Jerusalén, los del reino del Norte erigieron los santuarios de Bethel y Dan[4]. Allí adoraron a Yahvé representado en imágenes, hecho que no sentó nada bien en Jerusalén por considerar esta provocación un pecado de idolatría. Sabemos que en alguno de estos santuarios hubo también un posible culto al toro (1 Re 12, 28-32).
· En el 875 a.C. ambos reinos (Judá e Israel) son acosados por los arameos de Damasco y por los filisteos. El rey de Israel, Omní, traslada la capital de Tirsa a Samaría, ya que está más protegida y estratégicamente mejor fortificada. Allí se construyó un nuevo santuario en el monte Garizim[5], presidido por sus propios sacerdotes.
· Cuando en el 723 a. C. el reino del Norte y su capital, Samaría, es conquistada por los Asirios, muchos de sus habitantes son deportados y sustituidos por otros pueblos paganos (2 Re 17, 24). Esos pueblos trajeron consigo sus propios dioses, cuyo culto se mezcló con el de los israelitas. El resultado fue una religión mixta que adoraba a Yahvé con un ritual pagano.
· En el 445 a. C. el gobierno de Jerusalén y el de Samaría rompen definitivamente cualquier tipo de relación. Ello explica que los samaritanos, Yahvistas a pesar de todo, establezcan su propio centro religioso y cúltico en el santuario del monte Garizím, iniciándose así la religión samaritana propiamente dicha. Aunque esta región se considera heterodoxa frente al judaísmo de Jerusalén y su Templo, de ningún modo es pagana como afirma el Talmud, sino distinta. La religión Samaritana ha perdurado hasta nuestros días[6].
· Estas diferencias religiosas, además de otras de carácter histórico[7], hicieron nacer entre ambos pueblos (judíos y samaritanos) un odio y enemistad tal, que continuará hasta la expulsión de los judíos decretada por Roma en el año 70 d.C. y más tarde en el 135 d.C. por Adriano.
Tras este contexto histórico, podremos comprender mejor la diferente concepción mesiánica que tienen estas dos religiones de Yahvé: la samaritana y judía:
1. El reino de Judá defenderá que el Mesías debe ser descendiente del rey David: “tu dinastía y tu reino estarán para siempre seguros bajo mi protección, y también tu trono quedará establecido para siempre” (II Sam 7, 16).
Tras el exilio
de Babilonia (538 a.C.), los judíos que regresan a Jerusalén no restablecen un
sistema monárquico como el que tuvieron antaño. Las esperanzas se depositan
entonces en un rey ideal que habrá de venir, un nuevo David. Se sabe que ese
Mesías ha de ser suscitado por Yahvé; ha de ser rey y jefe glorioso de su
pueblo, liberador de Israel, triunfante, juez de todos los hombres; y que ha de
sentarse a la diestra de Yahvé[8].
2. Toda la teología del reino del Norte o Israel va dirigida contra las pretensiones de la dinastía davídica y de Jerusalén, la ciudad de David. Los samaritanos no esperan un Mesías como los de Judá, sino más bien un Taheb (que significa: el que vuelve, el restaurador), es decir, debe tener categorías sacerdotales, un maestro y un revelador (Dt 18, 15-19).
La teología samaritana estaba muy centrada en Moisés, de manera que a veces el Taheb es considerado como una figura de Moisés que retorna para destruir a los impíos, premiar a los justos (Dt 32, 35) y convertir a todos los pueblos. Se piensa que Moisés –por haber visto a Yahvé- vendrá de nuevo para revelar definitivamente al pueblo lo que él había dicho[9]. La concepción mesiánica de los samaritanos no tiene nada que ver con la de Judá, a pesar de que ambas quieren que el plan de Yahvé se instaure en el futuro por medio de un restaurador, ese personaje y sus funciones es lo que les diferencia.
2.- Diferencias mesiánicas entre judíos y cristianos
Los primeros cristianos -influenciados más por la teología bíblica desarrollada por la tradición Davídica del Judá (no por la tradición del reino del Norte)- interpretan que la figura bíblica del Mesías se cumple en Jesús de Nazaret, por varios motivos: por ser descendiente de David (su padre José era de la Casa de David), por nacer en Belén (pueblo donde nació el rey David), y por relacionar su persona y misión con algún texto del profeta Isaías:
·
“Pues el
Señor mismo les va a dar una señal: la joven está encinta y va a dar a luz un
hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14).
· “Porque nos ha nacido un niño, Dios nos ha dado un hijo al cual se le ha concedido el poder de gobernar, y le darán el nombre de admirable consejo del Dios invencible, Padre eterno y Príncipe de la paz, se sentará en el trono de David, extenderá su poder real a todas partes y la paz no se acabará…” (Is 9, 6-8).
Así pues, en Jesucristo se actualizan las profecías mesiánicas reveladas en la Toráh y los profetas, realizándose bajo dos roles históricamente mesiánicos:
·
El de siervo sufriente para dar la vida por la
humanidad, como el cordero sin mancha de la fiesta del Pesaj o Pascua judía: “el
Señor quiso que su siervo creciera como planta tierna… su aspecto no tenía nada
atrayente; los hombres lo despreciaban y lo rechazaban… y sin embargo estaba
cargando nuestro sufrimiento y estaba soportando nuestros propios dolores… fue
traspasado a causa de nuestra rebeldía… como cordero fue llevado al matadero y
ni siquiera abrió su boca…” (Is 53)
· El de rey y restaurador cuando él vuelva: “entonces mirarán a quien traspasaron y harán duelo por él…” (Zac 12, 10).
Como se puede observar, judíos y
cristianos parten de la figura bíblica del Mesías, pero lo han desarrollado en
dos direcciones totalmente divergentes y contrapuestas. En el caso judío se
trata de un rey de la familia de David, un ser humano, lejos de la visión
cristiana del “hijo de Dios hecho hombre”.
La cuestión de su venida está en el centro de la polémica: mientras los
cristianos sostienen que ya ha tenido lugar en la figura de Jesús, para los
judíos Yahvé vendrá en los últimos días para apiadarse de su pueblo y enviar
(en esa única vez) al Mesías liberador. Hay también otras diferencias respecto
al cristianismo en la interpretación de los conocidos pasajes de Isaías (virgen,
la joven, Emmanuel, siervo sufriente, etc.).
[1]
Los ritos de la coronación incluyen un baño de
purificación, la imposición de la diadema, la entrega de las tablas de Moisés o
de la Alianza, la unción consiste en verter aceite perfumado sobre la cabeza
del rey, el resonar del cuerno (sofar),
y la aclamación “viva el rey”. La
unción ha quedado como el rito de excelencia de la consagración real, Por ella
el rey, revestido de la fuerza de Yahvé y de su Espíritu (ruaj), queda consagrado: se convierte en el “ungido del Señor” (Adonai).
[2]
El Templo construido por Salomón estaba dividido
en tres partes: el vestíbulo, el Santo y Santo de los Santos, llamado también
el Santuario del Templo (la habitación donde se guardaba el Arca y en la que no
entraba nadie, salvo el Sumo Sacerdote). Es en el Santo donde los sacerdotes
ofrecen el incienso sobre la brasa en un pequeño altar y conservan la luz
perpetua de un candelabro de siete brazos. El pueblo ofrecía en el vestíbulo
los sacrificios de animales a Yahvé.
[3]
El rey David se había ganado las simpatías y el
favor de todo el pueblo por derrotar a los filisteos y haber protagonizado la
unidad de las tres demarcaciones judías (Galilea, Samaría y Judea). La cosa
cambió con su hijo Salomón, ya que su corte costaba cara. Sus trabajos y su
boato eran ruinosos para el país. El pueblo tenía que sufrir impuestos,
prestaciones personales (1 Re 5, 7-8; 27-32; 11, 28; 12, 4). Finalmente, desde
el punto de vista religioso, la importancia que se concedió repentinamente al
Templo de Jerusalén era prematura: lo que era una comodidad y una gloria para
el Sur (Judá), constituía una dificultad para el resto las provincias del Norte
(Samaría y Galilea) y representaba una tentativa de suplantación o extinción de
los demás lugares santos. Tras su muerte, su hijo Jeroboam se rebeló
declarándose rey del Norte para evitar los abusos y privilegios del Sur (el
reino de Judá).
[4]
Estos santuarios los conocemos gracias a (1 Re
11, 29-39; 14, 7-8). Los judíos del Sur no reconocen estos santuarios porque en
ellos había imágenes de Yahvé, prohibidas por la Ley de Moisés, y de haber
conducido con ello al pueblo a la idolatría. A pesar de ello, no podemos
asegurar que hubiera un cisma a nivel religioso, ya que en ninguna parte se le
denuncia como tal. Nadie discute que el profeta Elías y su mensaje en el Monte
Carmelo, sea cismático y contrario a la fe y preceptos de Yahvé. Tampoco los
profetas del Norte Oseas y Amós, pese a estar irritados contra el reino de
Israel (Am 7, 11), no piensan en acusarlo de cismáticos rechazando a Yahvé (Am
2, 6-16).
[5]
El monte Garizín, de 868 metros de altitud, está
situado en la región israelí de Samaría, en los montes de Efraim y junto a la
ciudad de Nablus (la antigua ciudad bíblica de Siquem o Sicar).
[6]
Los samaritanos solamente aceptan a Moisés como
único profeta y no reconocen la tradición oral del Talmud (de ahí que este
libro los ataque frontalmente), ni el libro de los profetas y escritos
sapienciales, guiándose exclusivamente por los cinco libros de la Toráh.
Generalmente los samaritanos son educados por sus rabinos (llamados cohanim, plural de cohén) como parte del pueblo hebreo pero no del pueblo judío.
Alguno de los más destacados rasgos de la religión samaritana son los
siguientes: la doctrina de la resurrección de los muertos y el juicio final (no
aparecen en la época bíblica, sino en la cristiana del Nuevo Testamento); el
hombre creado a imagen de los ángeles, Adán como una de las emanaciones de
Yahvé que precedieron a la creación, y una desarrolladísima antología y
demonología. El texto más importante de la religión Samaritana es el “Memar Marqah”, que formula cinco
creencias fundamentales: Sólo Yahvé es Dios y no hay nadie cono él; Moisés fue
el profeta por excelencia elegido por Yahvé; Observar la Ley dada por Yahvé a
Moisés (los samaritanos son guardianes de la Ley); el monte Garizim es santo,
la casa de Yahvé; la venida del Mesías (Taheb),
el restaurador de todas las cosas. A partir del siglo IX d. C. adoptaron la
lengua árabe para uso cotidiano y literario, en sustitución del dialecto arameo
que emplearon anteriormente. Actualmente existen unos 700 seguidores de
religión samaritana, que mantiene viva su Toráh, tradiciones y ritos
ancestrales.
[7]
En el año 538 a.C. el rey Persa, Ciro el grande,
concede la libertad a los judíos desterrados en Babilonia sin pagar rescate
alguno (Is 45, 13). Entre los años 520-515 a.C. el sacerdote Esdras y el
gobernador Nehemías levantan los muros de la ciudad y reconstruyen el Templo de
Jerusalén (Esd 5, 15; G, 2, 15). Los samaritanos le ofrecen a los judíos ayudar
al levantamiento del Templo, pues ellos se consideraban también de la misma
raza judía y seguidores del culto a Yahvé. Ante este ofrecimiento, los judíos
que ya tenían a los samaritanos como enemigos y paganos por dar culto en el
monte Garizín a otros dioses además de Yahvé, rechazaron tajantemente dicho
ofrecimiento, acrecentándose a partir de entonces todavía más su enemistad.
[8]
El mesianismo judío estuvo mucho más arraigado en
los ambientes populares y profundamente religiosos que en los círculos
aristocráticos e intelectuales de Jerusalén. Los días del Mesías serán como una
era de felicidad, inaugurada por la victoria sobre las Naciones y la
restauración de Israel en la Tierra Prometida. Las señales precursoras son las
de la apocalíptica clásica: tribulaciones, cataclismos, desórdenes de todas
clases. Hay que practicar la vigilancia y la paciencia. Después vendrá el
reinado de Dios, la manifestación o glorificación del Mesías, el castigo de los
impíos, la conversión o destrucción de los paganos, la reagrupación de los
santos reunidos en torno a Yahvé, en medio de la alegría y la sobreabundancia
de todos los bienes. Pero los últimos tiempos son también la era de una
renovación interior y moral, de una vida nueva en el Espíritu. Se aguarda,
pues, una “redención” y se espera un
“salvador”.
[9]
BROWN, R.E.;
“La comunidad del Discípulo amado”,
pag. 44.
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