EL AGUA EN LA BIBLIA

 Por: Álvaro López Asensio

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1.- EL AGUA EN LA BIBLIA HEBREA

El agua es, en primer lugar, fuente y poder de vida. Sin ella la tierra no es más que un desierto árido, el país del hambre y de la sed, en el que las personas y animales están destinados a la muerte.

En el primer relato de la creación (Gn 1), el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas y, en medio de ellas, se hizo el firmamento. El Señor separa las aguas superiores de las inferiores y las reúne en un lugar, apareciendo la tierra, a cuya reunión llamó “mares” (Gn 1, 6-9). El agua cubrió la tierra en el diluvio (Gn 6, 5-8).

Más tarde, los israelitas, conservando la mitología de la antigua cosmogonía babilónica, representan las aguas en dos masas distintas:

A.- Las “aguas de arriba” retenidas en el firmamento, que producen la lluvia o el rocío.

B.- Las “aguas de abajo” que provienen de una inmensa reserva de agua, sobre la que reposa la tierra, el abismo.

Dios cuida de que la lluvia caiga regularmente “a su tiempo” (Lev 26, 4). Si viniera demasiado tarde se pondrían en peligro las siembras, como también las cosechas si cesara demasiado temprano (Am 4, 7). Las lluvias del otoño y de la primavera (Dt 11, 14), cuando Dios se digna otorgarlas a las personas, aseguran la prosperidad del país (Is 30, 23).

La lluvia es efecto y signo de la bendición de Dios para con los que le son fieles. La sequía es efecto de la maldición de Dios para con los impíos, como la que devastó el país bajo Acab por “haber abandonado Israel a Dios y seguir a los Baales” (dioses cananeos) (1 Re 18, 18).

El agua no es sólo poder de vida, sino también lo que lava y hace desaparecer las impurezas. Uno de los ritos elementales de la hospitalidad en el Israel bíblico era lavar los pies al huésped para limpiarlo del polvo del camino (Gen 18, 4; Lc 7, 44). El ritual judío prescribía numerosas purificaciones por el agua. El Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén se lavaba como purificación para su investidura, o para el gran día de la expiación de los pecados (Yom kipur).

La buena educación exigía no negar un sorbo de agua al que tenía sed y, por eso, en aquella mentalidad bíblica era una culpa no tener en cuenta la sed del prójimo (Job 22, 17). Esto daba lugar a discusiones y riñas, especialmente cuando los sedientos eran pastores que debían saciar su sed y la de sus rebaños (Gn 26, 20; Ex 2, 16-17).

El movimiento profético (siglos VIII-VI) alaba su frescura y sus virtudes fertilizantes (Job 6, 11; Is 44, 14), tanto, que Dios mismo se compara con una fuente de agua surtidora, viva, es decir, no de cisterna (Jer 2, 13). En el Israel bíblico, la posesión de fuentes de agua era una riqueza porque, los que se aprovechaban de ella, pagaban una considerable suma (Num 20, 19), y era señal de gran miseria estar reducidos a pagar el agua de beber cada día (Lam 5, 45). Al contrario, poder beber sin pagar, era señal de gran abundancia (Is 55, 1).

2.- EL AGUA EN EL NUEVO TESTAMENTO CRISTIANO

Jesucristo vino a traer a las personas las aguas vivificadoras prometidas por los profetas. El símbolo del agua halla su pleno significado en el bautismo cristiano. Juan bautiza en el agua para la remisión de los pecados, utilizando el agua del Jordán (Mt, 3, 1-17) que, en otro tiempo, había purificado a Naamán de la lepra (2 Re 5).

El bautismo efectúa la purificación no del cuerpo, sino del alma, de la conciencia y de la dimensión espiritual del ser humano. A este simbolismo fundamental del agua bautismal añade Pablo de Tarso otro: la inmersión y emersión del neófito simbolizan su sepultura con Cristo y su resurrección espiritual a una vida nueva(Rom 6, 3, 11).

En el evangelio de Juan, el agua viva recuerda alternativamente el agua bautismal (Jn 3, 5; 4, 14) y el Espíritu Santo (Jn 7, 39). El bautismo simboliza el nuevo nacimiento (Jn 3, 5. 8) y da el Espíritu Santo: “Juan bautizó en agua, pero vosotros, pasados no muchos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Jn 1 33). Por consiguiente, existe una estrecha relación entre el agua y el viento o Espíritu Santo, un enlace que se unen en el bautismo: “Si alguno no nace del agua y el Espíritu, no entrará en el reino de Dios” (Jn 3, 5).

3.- LAS AGUAS BAUTISMALES: LA CONVERSIÓN

La palabra bautismo proviene del griego bápto, que se traduce por “sumergir, lavar”; el bautismo es pues una inmersión o una ablución. 

En la época bíblica, los judíos hacían abluciones de purificación en una corriente de agua, el río Jordán o en pequeñas piscinas rituales, como las ceremonias que practicaba la comunidad judía de Qunrán para lavar sus pecados como señal de conversión personal y compromiso al que uno decide someterse. 

Juan el Bautista predicaba y su mensaje era un auténtico testimonio purificador donde mucha gente quedaba convencida. Convencida de que debía reconocer sus pecados y corregirse, tomar una decisión y cumplirla. Para expresar este convencimiento y deseo de conversión se acercaba al Bautista, quien solemnemente lo sumergía en agua del Jordán, deseando que el hecho supusiera para el remojo, un cambio de actitud de vida “para que se arrepintieran y se les perdonaran los pecados” (Mc 1, 4). El bautismo de Juan presenta tres ideas teológicas relevantes:

A.- Expresa el retorno (conversión) de un judío a Dios, por medio del cual se incorpora al pueblo penitente y se hace partícipe de la purificación y del perdón.

B.- La conversión supone una vuelta física que implica movimiento: shub en hebreo. Este pasaje del profeta Ezequiel lo refleja muy bien: “Por tanto, dile a la Casa de Israel: esto dice el Señor Dios: volved y convertíos (volveos) de vuestras idolatrías, volved la espalda a vuestras abominaciones” (Ez 14, 6).

C.- Anticipa el bautismo mesiánico en espíritu y en fuego, asegurando al converso un lugar en el reino de Dios de amor. Ya en los profetas (Is 4, 2-5; Mal 3, 1-5) se señala que este bautismo mesiánico había de ser un símbolo del juicio universal, que purificaría al Pueblo de Dios, lo prepararía para el reino de Dios y aniquilaría a los enemigos de forma que no tuvieran parte en el reino.

El bautismo cristiano no tiene sus raíces en Juan, sino en la acción salvífica de Jesús. Que Él mismo se dejara bautizar por Juan (Mc 1, 9) demuestra su solidaridad con las personas pecadoras. La orden expresa de bautizar la da después de la resurrección, cuando se ha realizado la redención en la muerte en cruz, se ha concedido al Señor resucitado una autoridad universal, y está ya en marcha la misión de la Iglesia en el mundo (Mt 28, 18ss.).

Tan pronto como la Iglesia recibió el encargo de Jesús de evangelizar (Hch 2), el bautismo tomó protagonismo. Lo que Lucas entiende bajo el nombre de “bautismo cristiano” queda bien claro en (Hch 2, 38): el bautismo es para “el bautismo de conversión” y se administra “en el nombre de Jesucristo”, esto es, en relación con Jesús y utilizando su nombre; el bautizado invoca el nombre de Cristo (Hch 22, 16).

Para Pablo de Tarso tiene una connotación teológica más profunda. El bautismo se administra “en Cristo” (Gal 3, 27), es decir, inserta al creyente en su obra salvadora, de manera que su muerte se convierte en nuestra propia muerte espiritual al pecado (que nos aleja de Dios y de su amistad) y comienza una vida de amor en Cristo Jesús: “Con Él hemos sido sepultados por el bautismo… para que así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 4).

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