VIVIR EN LA LUZ: UNA ACTITUD DE VIDA
1.- LA LUZ EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
En el Antiguo Testamento la luz aparece con frecuencia como una especie de atributo de Dios: la luz es su vestido (Sal 104, 2). Su proximidad y presencia está señalada por apariciones de luz (Ex 13, 21ss.; Neh 9, 12; Dn 2, 22).
Para el Pueblo de Israel, la luz significa la salvación de Dios. Solamente en la luz de Dios ven la luz (Sal 36, 10), es decir, sólo cuando Dios les ilumina, brillan para Él los rasgos esenciales de cada persona.
Pero al principio, en el relato de la creación del Génesis, la luz fue creada independientemente del sol y antes que él (Gn 1, 4, 16; Sal 74, 16). Por eso, mientras que el israelita representa la luz, los astros de la creación (el sol, la luna y las estrellas) no eran para Él más que porta-luces. Al crearla y al separarla de las tinieblas, Dios puso fin al caos.
Adán, el primer hombre bíblico, estaba revestido de luz (or, en hebreo). Tras la caída y el pecado, la luz se transformó en piel (hor) con lo que la verdadera desnudez de nuestros padres se vio cubierta de un espesor que escondía la luz inicial.
El posterior movimiento profético (siglos VIII-VI a.C.) subrayó la realidad de un caminar en la santidad y la justicia. La salvación se concibe como un tránsito de las tinieblas a la luz (Is 42, 6-7). Por eso, el que camina en la luz puede convertirse para los demás en luz, esto es, en “mediador de la Alianza para el género humano” (Is 42, 6; 49, 6). Este aspecto misionero se considera como un signo de la esperanza extendida por todo el mundo: la verdad de Dios aparecerá como “luz de los pueblos” (Is 51, 4) y estos caminarán a la luz de Dios (Is 60, 3).
El profeta Isaías es el que más utiliza este concepto teológico para reafirmar la revelación divina: “Caminan los pueblos bajo tu luz” (Is 60, 3). “Yo te convertiré en luz de las naciones, para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra” (Is 49, 6). “Levántate, vístele de luz” (Is 60, 1).
La corriente sapiencial (siglos IV al I a.C.) considera que los que temen a Dios caminan en la luz y, en contraposición, los impíos caminan en las tinieblas (Prov 4, 18 ss.). Por eso, las personas tienen que elegir uno de los dos caminos como forma de vida (Prov 2, 13).
Para los israelitas la luz divina fue una bendición. Verdadera columna de luz permanente que guía, salva y conduce a través del desierto hacia la bienaventuranza: “Yahvé es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?” (Sal 27, 1).
2.- LA LUZ EN EL NUEVO TESTAMENTO
El Antiguo Testamento y la comunidad cristiana hacían uso corriente de la metáfora “luz”, para caracterizar una forma de vivir. En el lenguaje de las primeras comunidades cristianas, la luz simboliza ordinariamente la vida en la nueva fe en Jesucristo. Por el contrario, vivir en las tinieblas es caminar lejos de la fe y, por consiguiente, una vida alejada del amor.
La conducta moral condiciona esta adhesión de la fe: la presencia de la luz descubre el fondo del corazón: “Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19). La primera carta de san Juan hace del amor fraterno el criterio de una vida entregada a la luz (1 Jn 2, 9-11). Todos los preceptos se resumen en uno sólo, el del amor, que lleva a la santidad. Pero los que prefieren las tinieblas a la luz, rehusando creer, morirán en su pecado (Jn 8, 24).
Tenemos algunos pasajes relacionados con la luz. En el monte Tabor de la Galilea se produjo la transfiguración de Jesús: “Su rostro apareció brillante como el sol y sus vestiduras blancas como la luz” (Mt 17, 2). También se dice en otro sitio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14).
Jesús se convierte en luz del mundo, no solamente con la proclamación del evangelio (buena noticia), sino también con su vida ejemplar: “No puede permanecer oculta una ciudad colocada sobre la cima de un monte… Así brille vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).
Los escritos de san Juan –en su evangelio y cartas pastorales- son los que más y mejor utilizan la dualidad: luz-tinieblas. Cuando Juan expresa: “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12), designa directamente el ser de Jesús; Él no es como una luz, sino que es “la luz”.
La luz también hace referencia a la condición cristiana. Se caracteriza por el paso de las tinieblas (paganismo) a la luz (la fe en Cristo). El que le sigue deja las tinieblas y goza de la luz de la vida. En el lenguaje de las primeras comunidades cristianas, la luz simboliza ordinariamente la vida en la nueva fe.
La conducta adecuada con respecto a aquel que se designa a sí mismo como luz y camino no es la de un admirador, sino solamente la de un seguidor que cree. De ahí la exigencia: “fiaos de la luz para quedar iluminados” (Jn 12, 36). Por consiguiente, la conducta moral está condicionada a la adhesión a la fe; la presencia de la luz descubre el fondo del corazón: “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 2, 19).
La primera carta de san Juan hace de la caridad fraterna (amor fraterno) el criterio de una vida entregada a la luz (1 Jn 2, 9.11). Todos los preceptos se resumen en uno sólo: el amor que lleva a la santidad. Dios había preceptuado en el libro del Levítico: “sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 2). Caminar en la luz y amar a los hermanos, es imitar a Dios que es luz (1 Jn 1, 5) y amor (1 Jn 4, 8).
3.- CAMINAR EN LA LUZ COMO PROYECTO DE VIDA
La luz significa siempre la eliminación de las tinieblas. Dios es la luz que alumbra el camino de nuestras tinieblas y oscuridades personales y espirituales. Las personas queremos caminar en la luz y dejar atrás la oscuridad interior de la vida que se vincula con nuestras propias cegueras y sufrimientos. Nos sabemos vivir porque porque falta luz en nosotros, la luz de Dios.
vivir es muy sencillo, pero nos complicamos la vida porque en nuestro proyecto vital falta amor, ilusión y alegría. Los no creyentes utilizan la palabra empatía. No se trata de empatía, no es ponerse en el lugar del otro, sino amar al otro para aceptarlo como es. La empatía respeta, pero no acepta en su integridad. Hace poco escuche una conferencia en la que la ponente decía que la madre tiene empatía con el bebé que lleva en sus entrañas. Una madre siente amor con mayúsculas desde el mismo momento que acepta su maternidad.
A los no creyentes les da miedo pronunciar la palabra amor. Los filósofos nunca pronuncian la palabra amor y perdón en sus conferencias, libros y clases, sino empatía. En los manuales de ética no aparece la palabra amor, sino empatía. No enseñan a amar, sino a respetar. El respeto es importante, pero no suficiente, pues el respeto sin amor es vacío, transitorio, cambiante, efímero.
La fe en Dios implica caminar y estar en la luz. Caminar en la oscuridad interior genera desánimo, tristeza, egoísmo: nosotros somos nuestros propios enemigos porque no sabemos vivir la sencillez de la vida, ver la vida con los cristales del amor como proyecto de vida. Este amor no se alimenta desde la autosuficiencia personal, sino confiando en Dios.
Por consiguiente, la luz se convierte en el mejor símbolo que expresa una conducta llena de amor y alejada del mal y el sufrimiento existencial. Si Dios es luz, es amor igualmente. Y no habrá vida humana auténtica, si no se descubre en ella una prolongación de ese amor, que es la misma esencia divina. Por ello, quien ama a su hermano, mora en la luz. En cambio, “el que dice que está en la luz y aborrece a su hermano, se halla en realidad en las tinieblas” (1 Jn 10, 11-12), es decir, en ausencia y lejanía de Dios.
Es preciso orientarse de nuevo, cada día, hacia la luz de la vida. El que pierde todo contacto con Dios no es ya capaz de vivir como creyente o en humanismo, ni transformar el pequeño-gran mundo que le rodea. ¿Cómo puede el que está en la sombra o en penumbra convertirse en luz del mundo? La fe en Dios nos ilumina para alumbrar no sólo la oscuridad de nuestra vida, sino también la del mundo y los demás, haciéndonos testigos firmes del amor de Dios. Un ciego preguntó a un vidente: “Tú, que conoces la luz, ¿qué uso haces de ella?” (Paul Claudel).
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