EL CIELO EN LA BIBLIA 

Por: Álvaro López Asensio

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1.- EL PARAÍSO EN EL ISRAEL BÍBLICO

La palabra griega paradeisos es un calco de la persa pardes, que significa huerto. La representación de los dioses de las religiones del Medio Oriente antiguo fueron copiadas de las imágenes de la vida cotidiana de los poderosos de la tierra: los dioses viven en palacios rodeados de huertos, por los que corre el agua de la vida y brota el árbol de la vida cuyo fruto alimenta a los inmortales. Los templos están rodeados también de huertos sagrados, imitando este prototipo. Estas imágenes, purificadas del politeísmo que las inspiraron, fueron asimiladas por la Biblia, como el relato de Adán y Eva en el Paraíso o jardín del Edén (Gn, 3, 1ss.). 

El movimiento profético (siglo VIII-VI a.C.) retomó el tema del Paraíso. Los pecados de los israelitas hicieron de su morada en la tierra un lugar de desolación llamado sheol (Jer 4, 23); pero en los últimos tiempos lo transformará Dios en un nuevo huerto de Edén (Ez 36, 35; Is 51, 3). La vida presentará caracteres que coincidirán con los del Edén primitivo y hasta los superará en algunos puntos: fecundidad de la naturaleza (Os 2, 23ss.); paz universal, no sólo entre las personas (Is 2, 4), sino también con la naturaleza y los animales ((Os 2, 20); supresión de todo sufrimiento y de la misma muerte (Is 35, 5ss.); supresión de la antigua serpiente símbolo del mal (Ap 2, 2ss.), etc. La realidad que evocan estas imágenes, en contraste con la condición a que los seres humanos fueron reducidos al pecado, recobra los rasgos de su condición original, pero eliminando de ella toda idea de prueba y toda posibilidad de caída y culpa. 

A partir de entonces, sobre todo en la época helenística (335-63 a.C.), el judaísmo admitirá un infierno o gehenna y un jardín del paraíso o gan eden. Si en un principio el sheol era un lugar donde buenos y malos llevaban una vida semi-inconsciente, en la época helenística (siglo II a.C.), la idea teológica del gan-eden y la gehenna de fuego confluirán para separar el destino que buenos y malos tendrán cuando resuciten en el día del juicio: los primeros gozarán en la tierra o Edén, y los segundos serán castigados con suplicios en el valle de hinnón o gehena de fuego que se encuentra en Jerusalén. Pero hasta que el juicio llegue, todos (buenos y malos) irán al sheol.


2.- EL PARAÍSO CELESTIAL EN EL CRISTIANISMO

El Paraíso se presenta como la morada donde los justos son recogidos por Dios para aguardar el día del juicio y la resurrección. Un ejemplo lo tenemos en la morada que Jesús promete al buen ladrón en la cruz, pero ya transformada por la presencia del que es la vida: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso…” (Lc 23, 43). Jesús le promete la comunión con Él y le hace partícipe del perdón y la bienaventuranza.

Pablo de Tarso pensaba que el Paraíso se hallaba en el tercer cielo, es decir, en la comunión con Jesucristo (2 Cor 5, 8; Flp 1, 3). En el libro del Apocalipsis se promete al “vencedor” que Cristo le dará de comer del árbol de la vida, que se halla en el Paraíso de Dios (Ap 2, 7), es decir, se convierte en la morada de los bienaventurados (Ap 22, 2).

En cuanto a la morada de Dios, el Paraíso se sitúa fuera de este mundo. Pero el lenguaje bíblico sitúa también la morada de Dios en el cielo. Así, el Paraíso se identifica a veces con el más alto de los cielos, el cielo en que reside Dios, convirtiéndose en sinónimos teológico-dogmáticos.

Las personas, desde siempre, han llamado cielo a lo que está arriba, por encima de ellas, a diferencia de lo que les rodea y de la tierra sobre la que viven. De acuerdo con el Antiguo Testamento, el Nuevo también dice que Dios ha creado el cielo y la tierra (Hch 4, 24; 14, 15; 17, 24). Dios es Señor de cielo y tierra (Mt 11, 25; Hch 17, 24). También se dice que en el cielo mora Dios y es su trono (Mt 5, 34). Allí irá el alma de los justos que han depositado su fe en Dios, mientras que, por el contrario, los pecadores irán al infierno. Este es el fundamento de la escatología cristiana: doctrina de la salvación después de la muerte.


3.- EL CIELO PRESENTE Y FUTURO

Los creyentes (judíos y cristianos) debemos hacer posible el cielo en la tierra, presente en la vida humana. El cielo-paraíso sigue siendo la morada de Dios, un estado o dimensión de amor y de encuentro de todos aquellos justos que llevan una vida de perdón, fe y amor a Dios y al prójimo. En efecto, del cielo hay que hablar dondequiera que aflore una realidad que responda, ya aquí y ahora, a la voluntad de Dios. Esto sólo  puede afirmarse en la fe en Él.

Las personas tenemos la responsabilidad del término de la vida. Hoy día no tenemos por qué estar expuestos a dejar que miles de personas sufran y mueran por las catástrofes del hambre, enfermedades o guerras. Tampoco debemos hacer sufrir y crear un infierno y sembrar la cultura de la muerte a nuestro alrededor por nuestras maldades, odios, venganzas, envidias, desánimos, desconfianzas, egoísmos, perezas, humillaciones, orgullos, prejuicios, fracasos, amarguras, frustraciones, autorechazos, autodestrucciónes, bajas autoestimas, faltas de gratitud, insolidaridades, mezquindades, culpas, desánimos, miedos, ansiedades, complejos, traumas, desórdenes afectivos, miedos a los compromisos, miedos a los propios deberes, etc.

Cada uno de nosotros podemos construir el cielo a nuestro alrededor. El cielo es posible con Dios. El infierno también es posible con ausencia de Dios. Si Dios es amor, arrimarnos a él posibilitará un mundo mejor. Si nos alejamos de Dios-amor, la autosuficiencia humana suplanta a Dios y afloran los defectos, desajustes y desórdenes de la condición humana que empobrecen nuestra conducta y valores humanos.

Para que haya cielo, tiene que haber cielo en nuestro corazón. Para que haya amor, tenemos que tener un corazón grande. La solución: dejar que Dios actúe en nosotros para cambiar nuestros signos de muerte personales y sociales. El error de las personas es concebir una vida sin amor. El amor se puede tocar si nos dejamos tocar por Dios. Solo Él puede cambiar a las personas. El infierno es la negación de Dios.

Y puesto que hoy no resulta evidente el aceptar y respetar la vida propia y la de los demás, sino que más bien cunden el desprecio, la angustia y la negación de la vida, corresponde más que nunca  entender la vida natural como un bello don y un regalo de Dios. Se necesita de un acto consciente de fe para aceptar la vida propia y la vida de los demás con sus errores y defectos, así como una oportunidad para comprenderla y captarla desde la óptica del amor como un regalo hacia la vida.

Estos días los cristianos celebran la festividad de Todos los Santos, días de visitar los cementerios, poner flores a los túmulos y recordar a los seres queridos difuntos para encomendarlos a Dios. El santoral tiene presente, todos los días del año, a personas fallecidas que han destacado por una vida de fe y ejemplar vida cristiana y que han sido declaradas santos/as, es decir, que están en el cielo participando de la santidad y amor de Dios. 

Pero si han sido Santos/as es porque Dios es la fuete de toda santidad, es decir, nada ni nadie es o puede llegar a ser santo sin Él. La Biblia lo deja muy claro: "Santifíquense y sean santos, pues Yo soy Santo"  (Lev 5, 48); "Así como el que lo ha llamado es Santo Así también vosotros sed santos en toda la conducta. según dice la Escritura: Sean santos, porque Santo soy Yo" (1 Pedro 1, 5-6)

Por consiguiente, todas las personas están llamadas a la santidad, pero nadie la puede alcanzar sin Dios, y tampoco nadie puede igualar la suya a la de Él: "Santo como Dios, nadie hay fuera de Ti ni otra roca fuera de nuestro Dios" (1 Sam 2, 2).

La fiesta de Todos los Santos quiere recordar a esas otras personas anónimas que, aunque no están en el santoral, también están en el cielo participando del amor y santidad de Dios: son santos/as porque han vivido la santidad de Dios y, después de la muerte, siguen viviendo en la santidad de Dios.

Los cristianos, desde la Edad Media, creen que Dios –en cierto modo- habitaba en la parte superior del mundo: el cielo o paraíso; mientras que el mal (encarnado en la figura del demonio) moraba en las profundidades de la tierra. Si a esto se añaden las consecuencias que para la fe de los cristianos tuvo la doctrina de la inspiración verbal de la Biblia, se ve sin más que, al cambiar la imagen del mundo, tal manera de hablar y pensar dio continuamente pie para atacar a la Iglesia, a su predicación sobre Dios y a su mensaje.

Con el paso del tiempo, la doctrina se acomodó a esta imagen del mundo de la antigüedad tardía: el cuerpo pertenece a la tierra y el alma inmortal al cielo de donde vine y a donde va. Pero lo importante no es la concepción espacial, sino lo que de Dios se dice mediante dicha concepción. Piénsese además que a nivel psicológico lo de arriba representa cualitativamente lo mejor: lo de arriba se relaciona intelectual y afectivamente con lo bueno, lo luminoso y lo puro. De modo que con toda tranquilidad se puede seguir usando en la predicación el término “arriba” al hablar de Dios y su actividad, pero quedando claro que este “arriba” no es un concepto espacial, sino un modo simbólico de hablar que califica algo como divino, hermoso, todopoderoso.

Hoy el cristianismo no entiende el cielo y el infierno como un lugar, sino como un estado de vida. La persona cuando muere, sigue viviendo en otra dimensión; sigue viviendo en el amor de Dios (cielo) o en ausencia de Dios (infierno). Estos estados de vida hacen que vivamos -por un lado- en felicidad, luz, gloria y amor de Dios (cielo) o -por el contrario- en soledad, oscuridad, tristeza, sufrimiento y ausencia de Dios, es decir, en el "no amor" (infierno).


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