MARÍA DE NAZARETH

Por: Álvaro López Asensio

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MARÍA VENCE AL PECADO: LA SERPIENTE

Cuando el libro del Génesis relata que Dios maldijo a la serpiente en el Paraíso por engañar a Eva, anunció también una nueva esperanza para la humanidad: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te herirá la cabeza y tú le herirás el talón» (Gen 3,14-15).

La teología católica ve en esta mujer a María, la nueva Eva. Si por la desobediencia de la primera Eva entró el pecado en el mundo, también podemos decir que, por la obediencia de la Nueva Eva, la salvación llegó al mundo.

La descendencia de la nueva Eva aplastará la cabeza de la serpiente (destruirá el pecado). Esta profecía que se refería a Eva, se hace realidad en María, pues su descendencia (Jesús) destruyó el pecado. En ella se cristaliza el mensaje de la salvación y la seguridad de alcanzar la vida eterna, gracias al sacrificio en la cruz de su hijo Jesucristo.

Por consiguiente, desde el mismo momento que María ha sido elegida para la maternidad divina, se ha convertido en una mujer sin pecado, sin mancha. La desobediencia de Eva ha sido rescatada por la obediencia de María, ya que lo que la virgen Eva ligó con la incredulidad, la virgen María lo desligó con la fe, por su modelo de fe.

La serpiente y el personaje (la imagen personificada del mal) representan al pecado, el primero que tuvo la humanidad al ser engañada Eva. El pecado (simbolizado en la serpiente y el personaje) pisotea el libro de la Palabra de Dios para dejar claro que el mal ha vencido al bien con la caída de Eva. Con María la cosa cambia, pues fue elegida sin macha (virgen) para vencer al pecado siendo la madre de Jesús, el único que redime, vence y perdona los pecados en nombre de Dios.

Para contextualizar este concepto teológico y salvífico, a la Inmaculada Concepción siempre se le representa con una serpiente bajo sus pies (símbolo del pecado, el mal, la tentación y la envidia). También con una media luna para contextualizar el texto del libro del Apocalipsis: “Apareció en el cielo una gran señora: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap 12, 1). Naturalmente, la Virgen María es representada en el románico como la mujer del Apocalipsis y, con ello, se hace referencia a que has sido vencido el pecado y la maldad. 

LA ANUNCIACIÓN: UNA TEOLOGÍA DE LA FE

El evangelista Lucas sitúa el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: “A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazareth, a un virgen desposada con un hombre llamado José… La virgen se llamaba María” (Lc 1, 26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazareth, hace más de dos mil años, debemos ir a la carta a los Hebreos.

El texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: “Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije:… Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Este plan divino se reveló en el Antiguo Testamento y, de manera especial, en las palabras del profeta Isaías: “El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está en cinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Enmanuel significa “Dios-con-nosotros”. Con estas palabras se anuncia el acontecimiento que iba a tener lugar en Nazareth: la Anunciación de Dios a María.

María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en aquel que la ha llamado. El Dios que ha hecho a María no es un Dios-taumaturgo, sino un Dios que “tanto ha amado al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16; Rom 8, 32).

Incluso, la pregunta de María: “¿Cómo será eso?”, sugiere que está dispuesta a decir “”, a pesar de su temor y de su incertidumbre. Por eso, en primer lugar queda prendada de Dios en su corazón: ("Porque ha mirado la humillación de su esclava"), después prendada de Dios en su vientre, por eso no nos sorprende que conteste con un “”: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc, 1, 38). María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá.

Con estas palabras, María se presenta como la madre en la fe de todos los creyentes, y se convierte en madre de Jesús y en madre nuestra. No son los prodigios lo que hemos de admirar en María, sino su fe, su entrega total a la realización de la voluntad salvadora de Dios. Si fue madre según la carne, María fue también madre según la fe.

Al pronunciar su "" total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta. Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El "" de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó la salvación del mundo. El “” de María se convierte en la madre de la fe, la que puede enseñar lo que significa vivir la fe de “nuestro Padre”.

La maternidad de María es algo más que un hecho de su historia personal; constituye un eslabón irreemplazable en la historia de la salvación: el acercamiento de la humanidad a un Dios que desciende hasta ella. Por María, Dios se ha unido a nuestra humanidad.

MARÍA Y LA PRESENCIA IGNORADA DE DIOS

La semana que viene celebramos la festividad de la Inmaculada Concepción de María. ¿Por qué celebramos esta fiesta? ¿Qué significado tiene para los Católicos? ¿La fe y disponibilidad de María es un ejemplo para cristianos y judíos?

Cuando el sacerdote pregunta a padres y padrinos en el bautizo de sus hijos: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?”; responden: “el bautismo, la fe”. Pero cuando salen del Templo, se les olvidan las promesas. A penas se habla a los hijos de Dios, no se les transmite el don de la fe, tampoco se les invita a desarrollar esa fe. 

Con esta premisa, los bebés van creciendo en lejanía de Dios. No descubren en la familia que Dios es importante, porque para sus padres no es importante. Se hizo un acto social con el bautismo, suficiente para una buena comida en familia. Esto hace que las personas crezcan al margen de Dios, con dudas de fe y, en muchos casos, conviviendo con la presencia ignorada de Dios.

Al ejemplo de María, los cristianos deben ser valientes y adherirse al mensaje de Dios con mayor firmeza, reconociendo que es un honor y una gracia creer en un mundo cada vez más secularizado. Parece que muchos creyentes tienen un complejo de inferioridad con respecto a los incrédulos. No hay seguridad ni orgullo de creer.

La fe que tuvo María en la Anunciación es valiente y un ejemplo para todo el mundo. Ella supo superar las dificultades de no ser creída, y morir lapidada como exigía la Ley judía. Eso sí que fue fe; ella, sí que tuvo fe. Tuvo confianza en Dios y obedeció con humildad. Para creer en Dios hay que empezar por fiarse de Él.

Como María, hace falta que toda nuestra conducta sea tal, que convenza a los incrédulos que nuestra fe es algo que sobrepasa todas las posibilidades humanas y naturales. Cuando hablemos de Dios y con Dios, no lo hagamos como si se hablara de un teorema de matemáticas. Así no se convence a nadie. Mientras que la fe no sea una luz que hace que se vea a Dios presente en todas partes, no cambiará el mundo de signo. Hay que creer en Dios y en todas las realidades humano-divinas con alma y espíritu de niño. Los no creyentes tienen que reconocer a Dios en las palabras y comportamientos de los creyentes, una enorme responsabilidad que requiere fe intensa para nadar a contracorriente.

Es indispensable restaurar el sentido de lo sagrado. Pero vivir una vida sobrenatural no significa tanto tener en regla nuestras cuentas con Dios, cuanto reanudar constantemente los lazos de nuestra amistad con Él. El creyente tiene que demostrar de manera evidente que Dios es algo vivo, dinámico, alegre, lleno de esperanza y amor. Con esto habremos dado al mundo en que vivimos todo el sentido que necesita.

Para Pablo de Tarso la piedad propia, que no conoce la fe en Jesús, constituye precisamente el punto de arranque para una existencia pecadora. Las personas piadosas reclaman fácilmente a Dios en su favor, en lugar de dejarse liberar en favor de los demás. La falta de fe consiste en no echar mano de la libertad que se nos ha dado, en dejarnos arrastrar por la holgazanería y egoísmo para no querer darnos cuenta de lo que debe hacerse, cuando lo reclaman la falta de humanidad o la necesidad.

La fe, la esperanza, el amor y el ejemplo de disponibilidad de María en la Anunciación, deben ser el gran remedio a los grandes males de hoy, un ejemplo de testimonio eficaz ante la adversidad del mundo de incrédulos que nos rodea.

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