EL TEMPLO DE JERUSALÉN EN LA MONARQUÍA

Por: Álvaro López Asensio

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1.- LA IMPORTANCIA DEL TEMPLO PARA LA UNIDAD RELIGIOSA

En hebreo, el templo es una bet (casa) o hêhal (palacio), entendidos como morada de la divinidad. El profeta Ezequiel lo llama miqdas (lugar santo, santuario) y no precisamente “templo construido”, tal y como lo entendemos nosotros. El objetivo de David y Salomón al construir el denominado “primer Templo” no es otro que el  pueblo pudiera adorar y ofrecer sacrificios a Dios en un lugar permanente, como duradera es la presencia de Dios en medio del pueblo (Shekiná). Este Templo se convirtió en el símbolo religioso de unidad de todo el Pueblo de Israel.

Los levitas y sacerdotes del Templo[1], descendientes de la familia de Aarón[2], son los encargados de la práctica cultual, es decir, realizar los holocaustos y sacrificios, las ofrendas ante el altar, la liturgia y toda clase de ritos celebrativos, como luego veremos.

El Templo construido por Salomón está dividido en dos partes bien diferenciadas: la explanada del Templo y el Santuario del Templo propiamente dicho, compuesto de vestíbulo, el Santo y Santo de los Santos:

1.- La explanada del Templo coincide con el actual recinto, que ha llegado hasta nosotros gracias a la restauración y refuerzo que hizo el rey Herodes el Grande durante la época romana (año 40-4 a.C.). En ella estaba un pequeño espacio llamado “atrio de las mujeres” y  el “atrio de los gentiles” (ocupa la mayor parte de la explanada).

El “atrio de las mujeres” gozaba de una situación especial durante la fiesta del Sukkot o tiendas, ya que se le iluminaba y en él se hacían los regocijos populares descritos en la Tosephtá del tratado de Sukot. Es en este atrio donde estaban almacenados el vino, el aceite y la leña del Templo. El atrio terminaba en una escalinata de 15 gradas semi-circulares, en donde se acomodaban los sacerdotes cuando cantaban o acompañaban a los coros con sus instrumentos musicales.

2.- Al vestíbulo o atrio sagrado acceden todos aquellos que quieren ofrecer sacrificios y holocaustos de animales a Dios. En el atrio se levanta el altar de los holocaustos, donde los sacerdotes queman los holocaustos y vierten la sangre de los animales sacrificados.

3.- El Santo o Sanctum es una zona más íntima de acceso restringido sólo a los levitas y sacerdotes del Templo, quienes ofrecen el incienso sobre las brasas de un pequeño altar con la luz perpetua del candelabro de siete brazos o menoráh.

4.- El santuario o Sancta Santorum es la habitación donde se guarda el Arca de la Alianza, y a la que nadie entra salvo el Sumo Sacerdote.

El Templo permanente hizo que los ideales religiosos y los textos Sagrados se transmitan al Pueblo a través de los Levitas[3] y la clase sacerdotal, que se encargarán no sólo de enseñar la Torá (leer la Torá explicar sus pasajes en forma de sermones, etc.), sino también en todo lo relacionado con el culto (ofrecer sacrificios, dirigir las ceremonias y oraciones litúrgicas, etc.).

La Torá recomienda “y harás congregar al pueblo, varones, mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieran en tus ciudades, para que oigan y aprendan y teman a Yahvé, y cuiden de cumplir todas las palabras de su Ley” (Dt 31, 12). Pero el Templo de Jerusalén quedaba apartado para muchos habitantes del reino de Judá, por lo que antes de que el rey Josías[4] (640-609 a.C.) emprendiera su reforma religiosa, se impulsó la construcción de pequeños santuarios y lugares de culto (sinagogas) por todos los pueblos y lugares del territorio (Ex 20, 24) para alabar a Dios y estudiar la Torá sin tener que desplazarse a Jerusalén. Tras la reforma se produjo una centralización religiosa en favor del Templo de Jerusalén (año 622 a.C.), lugar donde se impulsa el estudio y explicación de la Torá gracias a dicha reforma. Pese a que la centralización religiosa motivó que los santuarios locales (sinagogas) perdieran la importancia que tuvieron antes de la reforma, esto no impidió que los judíos más alejados de Jerusalén siguieran utilizando esos lugares de oración sin culto sacrificial.

 

2.- LA RIVALIDAD ENTRE EL TEMPLO DE JERUSALÉN Y EL DE SIQUÉN

Tras la muerte de Salomón (933 a.C.) y para evitar sus excesos políticos, su hijo Jeroboam (con las Tribus judías del Norte) provoca una rebelión que divide el territorio en dos nuevos Estados independientes: el reino de Judá con capital en Jerusalén; y el reino de Israel (las regiones norteñas de Galilea y Samaría) con capital primero en Siquén y luego en Tirsa.

La división política no supuso inicialmente una ruptura religiosa, sino más bien cultural. Para tener un lugar de culto semejante al de Jerusalén, los del reino del Norte erigieron los santuarios de Bethel y Dan[5]. Allí adoraron a Dios representado en imágenes, hecho que no sentó nada bien en Jerusalén por considerar esta provocación un pecado de idolatría. Sabemos que en alguno de estos santuarios hubo también un posible culto al toro (1 Re 12, 28-32).

En el año 875 a.C.; ambos reinos (Judá e Israel) son acosados por los arameos de Damasco y por los filisteos de la costa mediterránea. El rey de Israel, Omní, traslada la capital de Tirsa a Samaría, ya que está más protegida y estratégicamente mejor fortificada. Allí se construyó un nuevo santuario en el monte Garizim, presidido por sus propios sacerdotes. Este monte, de 868 metros de altitud, está situado en la región israelí de Samaría, en los montes de Efraim y junto a la ciudad de Nablus (la antigua ciudad bíblica de Siquem o Sicar).

Cuando en el 723 a. C.; el reino del Norte y su capital Samaría es conquistada por los Asirios, muchos de sus habitantes son deportados y sustituidos por otros pueblos paganos (2 Re 17, 24). Esos pueblos trajeron consigo sus propios dioses, cuyo culto se mezcló con el de los israelitas. El resultado fue una religión mixta que adoraba a Dios con un ritual pagano.

En el año 445 a. C.; el gobierno de Jerusalén y el de Samaría rompen definitivamente cualquier tipo de relación. Ello explica que los samaritanos, Yahvistas a pesar de todo, establezcan su propio centro religioso y cultico en el santuario del monte Garizím, iniciándose así la religión samaritana propiamente dicha. Aunque esta región se considera heterodoxa frente al judaísmo de Jerusalén y su Templo, de ningún modo es pagana como afirma el Talmud, sino distinta.

La religión Samaritana ha perdurado hasta nuestros días. Los samaritanos solamente aceptan a Moisés como único profeta y no reconocen la tradición oral del Talmud (de ahí que este libro los ataque frontalmente), ni el libro de los profetas y escritos sapienciales, guiándose exclusivamente por los cinco libros de la Torá. Generalmente los samaritanos son educados por sus rabinos (llamados Cohanim, plural de Cohén) como parte del pueblo hebreo pero no del pueblo judío. Alguno de los más destacados rasgos de la religión samaritana, son los siguientes: la doctrina de la resurrección de los muertos y el juicio final (no aparecen en la época bíblica, sino en la cristiana del Nuevo Testamento); las personas creadas a imagen de los ángeles, Adán como una de las emanaciones de Dios que precedieron a la creación, y una desarrolladísima antología y demonología. El texto más importante de la religión Samaritana es el “Memar Marqah”, que formula cinco creencias fundamentales: Sólo Yahvé es Dios y no hay nadie cono Él; Moisés fue el profeta por excelencia elegido por Dios; Observar la Ley dada por Dios a Moisés (los samaritanos son guardianes de la Ley); el monte Garizim es santo, la casa de Dios; la venida del Mesías (Taheb), el restaurador de todas las cosas. A partir del siglo IX d. C. adoptaron la lengua árabe para uso cotidiano y literario, en sustitución del dialecto arameo que emplearon anteriormente. Actualmente existen unos 700 seguidores de religión samaritana, que mantiene viva su Torá, tradiciones y ritos ancestrales.

Estas diferencias religiosas, además de otras de carácter histórico[6], hicieron nacer entre ambos pueblos (judíos y samaritanos) un odio y enemistad tal, que continuará hasta la expulsión de los judíos decretada por Roma en el año 70 d.C. y más tarde en el 135 d.C. por Adriano.


 3.- LA RESTAURACIÓN DEL TEMPLO (538-333 a.C).

El imperio de Nabucodonosor es reconquistado por el rey persa, Ciro el grande (539 a.C.). Un año después (538 a.C.) este monarca concede la libertad a los judíos desterrados en Babilonia sin pagar rescate alguno (Is 45, 13). Además, su actitud liberal y su gran sentido político le llevaron a respetar y favorecer el culto de los dioses locales (entre ellos Yahvé, el Dios hebreo), ayudando incluso con el erario real la reconstrucción de sus templos, a los que devolvió todos los objetos de culto expoliados por los reyes de Babilonia.

Una vez en Jerusalén, los judíos reconstruyen el Templo de Salomón (Esd 6, 15; Ag 2, 15), comenzando así la etapa histórica llamada del “segundo Templo”. También se vuelve a habilitar sinagogas por todos los lugares del reino de Judá, con el fin de descentralizar el culto de Jerusalén y facilitar la enseñanza de Ley. En Jerusalén, además de restaurarse el Templo, también se construyeron sinagogas por los diferentes barrios de la ciudad. En la Jerusalén del siglo I (antes del año 70 d.C.) se habla que había 480 sinagogas en la ciudad, cada una de las cales tenía una “casa del libro” (bet sefer) y una “casa del apredizaje” (bet talmud); en la primera se estudiaba la Ley escrita y en la segunda la Ley oral o Misná.

Los personajes más importantes de este período son Esdras (458 a.C.) y Nehemías (445 a.C.). Ellos emprenden una reforma religiosa basada en la práctica de la Ley Mosaica (Esr 7, 11; Neh 8, 9; 12, 26). Se dice que Esdras fue un “escriba en la Ley de Moisés” (Esr 7, 6; 7, 11-12) porque realizó la última revisión de la legislación de la Torá (400 a.C.). Esta se hizo extensiva también al resto de judíos de la diáspora (los que quedaron en Babilonia, los egipcios de Alejandría, los de Sefarad y las colonias de Grecia y Asia Menor).

A partir de entonces, Israel ya no fue una entidad nacional limitada a unas fronteras, sino que “judío” será aquel que asume la responsabilidad de obedecer la Torá. Durante este período se escribieron los libros de Job, Proverbios, Cantar de los Cantares, Rut y muchos de los Salmos.


4.-  LA CRISIS DEL CULTO Y EL TEMPLO (333 a.C.-70 d.C.)

El griego Alejando Magno (356-323 a.C.) conquista el Imperio Persa del rey Darío III, al que vence en la decisiva batalla de Issos (año 336 a.C.) Tras la muerte de Alejandro, sus generales se reparten el vasto territorio conquistado por él, quedando Palestina bajo el control de los Láguidas de Egipto, llamados también helenistas.

Escopas, general de heleno Ptolomeo V Epifanes, es vencido por el seleúcida Antíoco III (223-187 a.C.) al Norte de Palestina (año 200 a.C.), quedando la región bajo la hegemonía de los reyes seléucidas. Este monarca se mostró respetuoso con las costumbres y la fe judía. Pero no así su sucesor Antioco IV Epifanes (año 167 a.C.), que se permitió atentar contra lo más sagrado del judaísmo: el Templo y el monoteísmo religioso. Por la resistencia que opusieron los judíos a la helenizacicón, este monarca prohibió los sacrificios en el Templo, la práctica del sábado, la circuncisión y la lectura de los libros sagrados. También ordenó el cierre de muchas sinagogas locales y la construcción de templos a divinidades griegas, mandando levantar en el de Jerusalén un altar a Zeus Olímpico.

Aunque hubo un sector partidario de la helenización, otros muchos no lo soportaron y se alzaron en armas, como Matatías y sus hijos (año 166 a.C.), familia perteneciente a un linaje sacerdotal. A ellos se añadieron también los Asideos (piadosos). El helenismo termina cuando Simón Macabeo, quinto hijo de Matatías, funda la dinastía Asmonea (año 142 a.C.). Los macabeos conquistan Samaría -destruyendo el Templo del monte Garizin (año 135 a.C.)- y la región Norte de Galilea (año 104 a.C.), lo que permitió unificar el territorio histórico del antiguo Israel en torno a una nueva dinastía netamente judía: la Asmonea.

El período Asmoneo terminó con la conquista de Palestina por Roma (año 63 a.C.). Para su gobierno y administración, los romanos pusieron a reyezuelos que les rindieron pleitesía, como la familia de Herodes el Grande. La paz romana se impuso en toda Judea hasta que estalló de nuevo la sublevación judía contra su ocupación (año 66 d.C.) que, como ya sabemos, fue sofocada por Tito (año 70 d.C.) con la expulsión de la mayoría de la población Palestinense, más conocida como “la gran diáspora judía”.

Aunque el pensamiento y la filosofía greco-romana es raramente atea por sus creencias en los dioses del Olimpo, en realidad sí que lo fue porque desconfiaron mucho de dichas deidades y creían que podían vivir muy bien sin ellos. Este sentimiento laicista favoreció que los griegos tuvieran una visión menos religiosa y más racionalista de la vida. Si comparamos la helenización del Oriente semita con la romanización de Europa vemos que, mientras la latinización de Occidente fue relativamente fácil y definitiva, la del Oriente no se mostró nada receptiva a la cultura griega. Pese a rechazarla, el mundo semita le infundió un dinamismo religioso y espiritual que los griegos nunca llegaron a entender y conocer en profundidad.



[1]  El sacerdocio en el judaísmo antiguo se entendió como un servicio a Dios en favor del pueblo. No exigía cualidades especiales, únicamente pertenecer a una familia descendiente de Aarón.  Los sacerdotes serán los que enseñen al pueblo las leyes de Moisés (Dt 33, 9-10).  Este servicio de la enseñanza de la Ley (Dt 33, 10-11) y de la ofrenda de los sacrificios permitió al pueblo de Israel recibir la vida y la bendición de Dios  (Nm 6,22-27; Ez 47,1-12).

[2]  Aarón aparece como hermano de Moisés en (Ex 4, 14). Es el primer sacerdote instituido por Dios para ayudar a Moisés en su misión de sacar al pueblo de Egipto, de hecho, será a menudo su portavoz.  El sacerdocio (chen)  pasaba de padres a hijos entre los descendientes de Aarón (de ahí los apellidos judíos Cohen, Cohn, Kahane, Kahn, Levi etc.).

[3] La palabra Levita significa en hebreo “unido”. La Torá nos dice que Leví era hijo de Jacob, por lo que fue se constituyó en una de las doce tribus de Israel. Fue la única que no tuvo territorio puesto que su única función era la de encargarse de todo lo relacionado al culto, cuidado y servicio del Arca de la Alianza (primero en la tienda móvil, después en el Templo de Jerusalén): “he aquí, yo he tomado a los levitas dee entre los hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos, los primeros nacidos entre los hijos de Israel, serán, pues, míos los levitas” (Num 3, 12). Su función desaparecio tras el exilio de Babilonia (586 a.C.). Posteriormente, cuando el sacerdocio se convirtió en prerrogativa de los descendientes de Aarón (descendiente también de Leví), los levitas asumieron una función secundaria en las ceremonias. Los apellidos judíos Levi y Çadoch (que significan sacerdocio) son descendientes de la clase sacerdotal levita y, por consiguiente, descendientes del linaje de Leví y Aaron.

[4]  El rey Josías era hijo de Manasés (687-642 a.C.), personaje que respetó el vasallaje de Asiria y anuló en parte la reforma religiosa que comenzó su padre Ezequías (715-687 a.C.) (intensificar el culto a Yahvé frente a los dioses cananeos, incluso alejar del Templo los signos del culto asirio). Josías destruyó los signos del culto extranjero, emprendiendo una importate reforma religiosa, motvada por el hallazgo del libro de la Toráh” (llamado también “libro de la Alianza”) en un lugar secreto del Templo en Jerusalén (año 622 a.C.). Gracias a este hallazgo, el rey, los sacerdotes y los propios profetas pudieron impulsar dicha reforma

[5] Estos santuarios los conocemos gracias a (1 Re 11, 29-39; 14, 7-8). Los judíos del Sur no reconocen estos santuarios porque en ellos había imágenes de Yahvé, prohibidas por la Ley de Moisés, y de haver conducido con ello al pueblo a la idolatría. A pesar de ello, no podemos asegurar que hubiera un cisma a nivel religioso, ya que en ninguna parte se le denuncia como tal. Nadie discute que el profeta Elías y su mensaje en el Monte Carmelo sea cismático y contrario a la fe y preceptos de Yahvé. Tampoco los profetas del Norte Oseas y Amós, pese a estar irritados contra el reino de Israel (Am 7, 11), no piensan en acusarlo de cismáticos rechazando a Yahvé (Am 2, 6-16).

[6]  En el año 538 a.C. el rey Persa, Ciro el grande, concede la libertad a los judíos desterrados en Babilonia sin pagar rescate alguno (Is 45, 13). Entre los años 520-515 a.C. el sacerdote Esdras y el gobernador Nehemías levantan los muros de la ciudad y reconstruyen el Templo de Jerusalén (Esd 5, 15; G, 2, 15). Los samaritanos le ofrecen a los judíos ayudar al levantamiento del Templo, pues ellos se consideraban también de la misma raza judía y seguidores del culto a Yahvé. Ante este ofrecimiento, los judíos que ya tenían a los samaritanos como enemigos y paganos por dar culto en el monte Garizín a otros dioses además de Yahvé, rechazaron tajantemente dicho ofrecimiento, acrecentándose a partir de entonces todavía más su enemistad.

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