LA MUJER EN LA IGLESIA PRIMITIVA

Por: Álvaro López Asensio

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 La historia de la Iglesia, desde el primer siglo apostólico hasta nuestros días, muestra un doble y constante movimiento: por un lado, las tentativas de las mujeres por participar en la difusión del mensaje evangélico y, en sentido opuesto, los esfuerzos de los varones por impedírselo.

 1.- Los códigos de moral doméstica primitivos

 Las primeras referencias recuerdan a la mujer que debe mantenerse sumisa a su marido, que es lo mismo que prohibirle ocupar puesto alguno preponderante. Pablo de Tarso en su carta a los colosenses (3, 18-19) recomienda la sumisión de la mujer como “en el Señor”. En Efesios (5, 21s) la sumisión de la mujer como “al Señor”.

 En la carta 1 Timoteo (2, 3-5) exige del marido, para ser nombrado “epíscopo”, que “haya sabido gobernar bien su familia”, quedando subentendida la sumisión de la mujer a su esposo. En 1 Timoteo (2, 5-15) se les prohíbe hacer uso de la palabra en el seno la iglesia.

 Esta prohibición de hablar se encuentra también en la primera carta de Pablo a los Corintios: “que las mujeres guarden silencio” (1 Cor 14, 24-35). Pero cada vez es más admitido que se trata de una interpolación que data de la época posterior al período Apostólico (siglo I), y que estaría orientada a anular, o al menos reducir, el ejercicio de la profecía por las mujeres, reconocido por Pablo unos capítulos antes (1 Cor 11).

 Eliminadas las funciones más importantes a las que habían podido acceder durante el primer período Apostólico, las mujeres son mencionadas en el Post-Apostólico (finales del siglo I) con funciones que, aunque oficiales, en realidad son secundarias. Las mujeres son nombradas desempeñando dichas funciones como “viudas” y “diáconos”.

 2.- Las funciones de las “viudas

 El libro neo-testamentario de los Hechos de los Apóstoles menciona a las “viudas” a propósito de la distribución de bienes que de la que ellas mismas se benefician, y cuyo injusto reparto ocasionó la institución de los “siete diáconos” en la primitiva comunidad de Jerusalén (Hch 6, 1ss.). Por consiguiente, parece que eran personas asistidas por la comunidad por su pobreza.

 En la primera carta de Pablo a Timoteo aparecen ya como el “grupo de las viudas” (1 Tim 5, 3ss). Pertenecen las que sobrepasan los sesenta años, si son “verdaderas viudas que consagran su vida a la oración y han practicado la caridad toda su vida lavando los pies de los santos” (lo que se interpreta como que les han ayudado o socorrido). A las viudas jóvenes, por el contrario, se les anima a que se ocupen de sus hijos, nietos y padres; o a que se casen para que la comunidad no tenga que cargar con ellas.

 La carta de Pablo a Tito habla de las “ancianas” (Tit 2, 3-5). No se sabe si a este grupo pertenecen también las “viudas”, no se dice. Aquí, las “ancianas” tienen un papel más activo. Deben enseñar a las jóvenes a “amar a sus maridos y a sus hijos, a ser reservadas, sensatas y púdicas, a cuidar de la casa, a ser bondadosas y sumisas a sus maridos, para que no se desprestigie la buena noticia” o Evangelio. Estas recomendaciones, parecen estar inspiradas más por consideraciones sociales que directamente por el propio Evangelio.

 Volvemos a encontrar a las “viudas” en el siglo III, en la “Tradición Apostólica” datada en el año 218 y atribuida a Hipólito de Roma[1]. Aquí ya encontramos una jerarquización de los ministerios en la Iglesia, que separa al “clero” del pueblo o “laos” (palabra griega de la que se deriva el término “laicos”). Aunque las “viudas” constituyan un “orden”, no parecen formar parte del “clero”. Se especifica perfectamente que no son “ordenadas” por el acto de imposición de manos que se usaba para los clérigos varones “porque ellas no ofrecen la oblación”; pero sí son “instituidas” con imposición de manos para orar, que es el “lote común de todos” (TA 10).

 Un poco más tarde, hacia el 230, la “Didascalia” (obra originaria de la Iglesia de Siria) contiene nuevas limitaciones de acción de las “viudas[2]”. Se le prohíbe responder, si se le pregunta, “si no es sobre los rudimentos de la fe”. También debe remitir al “presidente” si alguien le pregunta sobre el Evangelio, ya que “correría el riesgo de ponerle obstáculos, debido a su incompetencia y, sobre todo, porque los increyentes se burlarían de lo que se les dice mediante una mujer” (Didascalia III, 5, 2-3). Las mujeres no han sido establecidas para enseñar, sino para orar. Esta recomendación de que no hablen de su fe es injusta porque fueron ellas las que difundieron, en muy buena medida, el Evangelio en sus propias casas.

 La “Disdascalia” también les prohíbe, pero de forma menos absoluta, bautizar: “no aconsejamos ni a la mujer que bautice ni a nadie que se deje bautizar por una mujer, porque es una transgresión del mandamiento (¿cuál?) y un gran peligro para quien es bautizado y para las que bautiza. Si fuera lícito ser bautizado por una mujer, nuestro Señor y Maestro habría sido bautizado por maría, su madre, pero fue bautizado por Juan” (Didascalia III, 9, 1-3).

3.- Las funciones de las “mujeres diáconos

 La primera carta a Timoteo señala la existencia de “mujeres diáconos”. Son citadas después de los varones-diáconos (1 Tim 3, 8-11). Como el texto sólo habla “de mujeres”, se plantea si se trataba de esposas de diáconos o de mujeres que ellas mismas eran diáconos. Si el autor se refiriera a las primeras, habría escrito “sus mujeres”. Al faltar el adjetivo posesivo, se concluye que se trataba de “mujeres diáconos”.

 En la carta no se describen las funciones de los diáconos, y es muy difícil saber en qué consistían. El término griego “diakonós” (servidor) es impreciso en todo el Nuevo Testamento, porque los “servicios” (los ministerios) todavía no estaban bien diferenciados.

 Pablo, en la carta a los Filipenses, se dirige a la comunidad “con sus epíscopos y sus diáconos” (Fil 1, 1). Se piensa que estos diáconos debían ayudar al epíscopo en el servicio de la caridad, papel atribuido en el libro de los Hechos de los Apóstoles a los “siete diáconos” de Jerusalén encargados del servicio de las mesas y de la ayuda mutua (Hch 6). Vemos también que Esteban, uno de esos siete, ejercía el ministerio de la palabra, con riesgo para su vida (Hch 7); y que Felipe evangelizó Samaría (Hch 8,5). La función del diácono/a podía conllevar importantes responsabilidades.

 No aparecen nombradas las “mujeres diácono” en las “pastorales” de finales del siglo I,  ni tampoco en la “Tradición Apostólica” (año 218) y en la “Disdacalia” (año 230). Parece que los varones pronto fueron tomando más protagonismo y relegaron el papel de la mujer en el servicio a la comunidad.

 A través de estos textos nos imaginamos a las “viudas”, “ancianas” y “mujeres diácono” yendo con alegría, de casa en casa, a llevar la Buena Noticia que las llenaba de esperanza y que ellas deseaban compartir con los demás. Por su edad, su experiencia y su puesto en la comunidad, debían de creerse autorizadas a actuar en nombre de su bautismo y según su carisma personal. Pero esto no debía agradar a los dirigentes de la comunidad que, es de suponer, deseaban un ministerio femenino con menos protagonismo[3]. Esta es una de las razones por las que se creó, en Siria al menos en el siglo III, las “diaconisas”.

 4.- Las “diaconisas” de la primitiva Iglesia Oriental y sus funciones

 Las “diaconisas” aparecen en la Iglesia de Oriente para ayudar al Obispo. La Didascalia dice al respecto: “Por eso, Obispo, proporciónate trabajadores justos, ayudas que conduzcan a tu pueblo hacia la vida. Elegirás y establecerás diáconos a los que te agraden de entre todo el pueblo, n varón para la ejecución de las numerosas cosas que son necesarias; una mujer para el servicio de las mujeres. Pues hay casas a las que no puedes enviar un diácono a mujeres, por causa de los paganos, pero sí puedes enviar una diaconisa. Y también porque en muchas otras cosas el oficio de una mujer diácono es necesario. En primer lugar, cuando las mujeres bajan al agua, las que bajan deben estar ungidas con el óleo de la unción por una diaconisa… no es conveniente que las mujeres sean vistas por varones…” (Didascalia III, 12, 1-3).

 Así pues, la misión de las “diaconisas” era ayudar a los Obispos en el bautismo de las mujeres e ir a instruirla a los gineceos, donde los varones no podían entrar. La Iglesia de Oriente supo responder a las necesidades de sus fieles creando un nuevo ministerio que, aunque sólo estaba destinado al servicio de las mujeres, se presentó en paralelo con el diaconado masculino[4].

 Al parecer, estas “diaconisas” recibían una verdadera “ordenación[5]”. Formaban parte del clero[6]. A pesar de esto, no podían realizar ningún acto “sacramental”: asistían al Obispo (o al sacerdote delegado) en las unciones bautismales; pero, según la Didascalia (12, 1-3), era necesario “que fuera un varón” el que pronunciara “la invocación de la divinidad en el agua”. Todo lo que se acercaba a lo “sagrado”, de que se había revestido a los actos litúrgicos, estaba prohibido a las mujeres.

 Las diaconisas subsistieron en Oriente hasta que el bautismo de los niños las hicieron inhábiles, alrededor de los siglos VI-VII. El segundo Concilio de Orleans prohibió, en el año 553, la ordenación de “diaconisas”, por la “fragilidad del sexo[7]” (canon 18). Se convertirán entonces en “hegoúmenes”, es decir, “superioras” de monasterios de viudas o de vírgenes, las futuras abadesas.



[1] Por lo general se fecha la obra y legado de la “Tradición Apostólica” en el año 218. Existe traducción al español editada por Sígueme, Salamanca 1986. Sobre esta obra, véase también FAIVRE, A.; “Naissance d’une hiérarchie. Les premières étapes du cursus clerical”, Beauchesne, París, 1977.

[2] TUNC, S.; “También las mujeres le seguían a Jesús”, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 113-114.

[3] FAIVRE, A.; Op. Cit. “Naissance d’une hiérarchie. Les premières étapes du cursus clerical”, p. 135.

[4] TUNC, S.; Op. Cit. “También las mujeres le seguían a Jesús”, p. 118.

[5] MARTIMORT, G.A.; “Les diaconesses. Essai historique”, CLV, 1982, pp 145ss.

[6] GRYSON, R.; “Le ministère des femmes dans l’Égise ancienne”, 2 Gemblox, Duculot, 1972, p. 29. Piensa que las diaconisas fueron miembros del clero.

[7] TUNC, S.; Op. Cit. “También las mujeres le segúian a Jesús”, p. 119.


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