EL FUEGO EN LA BIBLIA

Por: Álvaro López Asensio

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1.- El fuego en la antigüedad

El fuego es una de las realidades físicas que, como el agua, la tierra y el viento (los primeros elementos de la filosofía griega) ha logrado amplio eco en el lenguaje figurado en la misma teología. Desde la elección de Abraham el signo del fuego resplandece en la historia de las relaciones de dios con su Pueblo (Gn 15, 17). Esta revelación bíblica no tiene la menor relación con las filosofías de la naturaleza o con las religiones que divinizan el fuego. Israel comparte con todos los pueblos antiguos la teoría de los cuatro elementos. Pero, en su religión, el fuego tiene sólo valor de signo, que hay que superar para hallar a Dios.

En efecto, cuando Yahvé se manifiesta “en forma de fuego”, ocurre esto siempre en el transcurso de un diálogo personal. Por otra parte, este fuego no es el último símbolo que sirve para traducir la esencia de la divinidad, o bien se halla asociado con símbolos contrarios, como el soplo o hálito, el agua o el viento, o bien se transforma en luz.

2.- El fuego como manifestación y signo de Dios

Los usos naturales del fuego, derivados de su triple capacidad de destrucción, luz y calor han sido entre los hebreos, idénticos a los de cualquier otro pueblo de la antigüedad. Sólo en la época helenística hay alusión al modo de producirlo con pedernales (Mac 10, 3) pero, sin duda, que el procedimiento era ya bien conocido aún antes de la entrada en Canaán. Se mantenía con maleza, excrementos secos de animales, y aún humanos, y con leña propiamente dicha (Jer 7, 18; Is 5, 24; Ez 4, 12). Como expresión de la actividad humana estaba prohibido encenderlo en el día de descanso sabático (Ez 35, 3).

En la experiencia fundamental del Pueblo en el desierto, el fuego no significa primeramente la gloria, sino que presenta a la santidad divina en su doble aspecto, atractivo y temeroso. En el monte Horeb, Moisés es atraído por el espectáculo de la zarza ardiente que no es “devorada” por el fuego. Pero la voz divina le notifica que no puede aproximarse si Dios no lo llama y si él no se purifica (Gn 3, 2ss). En el Sinaí humea la montaña bajo el fuego que la rodea (19, 18, sin que por ello quede destruida; mientras que el Pueblo tiembla de pavor y no debe acercarse, Moisés se ve, en cambio, llamado a subir cerca de Dios, que se revela.        

Cando dios se manifiesta como un incendio devorador, no lo hace para consumir todo lo que halla a su paso, puesto que llama a los que Él vuelve puros. Una experiencia ulterior hecha en el mismo lugar, ayuda a percibir mejor el valor simbólico del fuego. Elías, el profeta semejante al fuego (Eclo 48, 1), busca en el Sinaí la presencia de Yahvé. Después del huracán y el temblor de tierra, ve fuego, pero “Yahvé no estaba en el fuego”. Así cuando Elías es arrebatado al cielo en un carro de fuego (2Re 2, 11), este fuego no será sino un símbolo de tantos para expresar la visita del Dios vivo.

La tradición profética tiende a situar también en su lugar el signo del fuego en el simbolismo religioso. Isaías sólo ve humo en el momento de su vocación y piensa que va a morir por haberse acercado a la santidad divina, pero al salir de la visión, sus labios han sido ya purificados por un tizón de fuego (Is 6). En la visión inaugural de Ezequiel la tormenta y el fuego se asocian al arco iris que brilla en las nubes, pero de allí surge una apariencia de hombre. En el apocalipsis de Daniel, el fuego forma parte del marco en que se manifiesta la presencia divina, pero, sobre todo, desempeña su papel en la descripción del juicio (Dan 7, 10 y 11).

En el transcurso de la historia de salvación veterotestamentaria, el fuego es por excelencia un símbolo divino: rescalda e incendia, da vida y destruye, es fuente de calor y de muerte, como la irrupción de Dios en la historia que juzga y salva. Por consiguiente, El fuego es uno de los elementos más constantes en las teofanías (manifestaciones de Dios) como símbolo elocuente de la fuerza y trascendencia divinas: así se apareció Dios a Abraham a Moisés, a los profetas y, sobre todo, en la teofanía del Sinaí (Gn 15, 17; Ex 3, 2; Ez 1).

2.- El fuego en el culto sagrado

Mucho más importante es su empleo en el culto sagrado. Venía prescrito para diferentes clases de sacrificios y en el altar especial se conservaba un fuego perpetuo, único que podía ser empleado en las necesidades litúrgicas, pues cualquier otro era “fuego extraño”, profano (Lev 9, 24; Num 3, 4; Dt 12, 31). El sacrificio idolátrico de los primogénitos a Molok (infanticidio), tenía lugar poniendo los niños en los brazos de la estatua de donde resbalaban a una especie de horno de bronce. La ceremonia era designada como “pasar por el fuego” (Dt 12, 31; 2Re 16, 3), corriente en Canaán y a veces imitada en Israel a pesar de estar prohibido por la Ley y condenada por los profetas (Jer 7, 31; 19, 5; Ez 16, 21). Las víctimas eran primeramente degolladas.

A Dios mismo se le llama “fuego devorador”, aunque sin huella alguna panteística, pues Él es quien consume como fuego, quien como fuego purifica, sin que nada pueda ofrecerle resistencia (Dt 4, 4; Is 31, 9, Jer 15, 14). Sus emisarios son el viento y el fuego, y al rayo se le llama “fuego de dios”, como el trueno “voz de Dios” (Sal 29, 7; 104, 4; Job 1, 16). El fuego es la versión gráfica de los celos con que dios busca el amor y fidelidad de su Pueblo (Ex 20, 15; Dt 5, 9).

El juicio de Dios, expresión escatológica que indica la intervención divina que castiga a su Pueblo, purificándole con las pruebas en vistas al resto, que ha de quedar limpio como metal sin escoria, se realiza en fuego devorador de pecado e impureza. La palabra de Dios la han sentido los profetas cual fuego que abrasaba sus entrañas (Am 1, 4; 2, 5; Is 9, 17; Jer 6, 27). También el amor es comparable al fuego, y valor de fuego purificador tienen las calamidades y tribulaciones que atormentan a las personas, no para destruirlas ni hacerles sufrir como a un animal en sacrificio, sino para dignificarle según los planes providenciales divinos (Cant 8, 60, Job 15, 34; Eclo 2, 5).

En la Tanak o biblia hebrea (Antiguo Testamento Cristiano) la “pena del fuego” sólo está prevista en dos casos por la Ley: cuando un hombre toma dos mujeres, madre e hija, en cuyo caso deben ser quemados los tres (Lev 20, 14), y cuando la hija de un sacerdote se prostituye, deshonrando a su padres, consagrado a Dios (Lev 21, 9). En el código de Hammurabi se aplica la misma pena en dos casos semejantes: para las jóvenes que se daban al desenfreno y por un caso particular de incesto.

Los judíos podían infligir esta pena de dos maneras: encendiendo un haz de leña alrededor del condenado, “combustión del cuerpo”, o vertiendo plomo hundido en la boca: “combustión del alma”. Se puede preguntar si los culpables eran quemados vivos en Israel, o si la pena de fuego era infligida al cadáver a título de la gravedad de la condena a muerte, como la exposición del cuerpo en otros casos. El adulterio, castigado con la lapidación, hubiera sido cambiado por el suplicio del fuego, si se cree en la historia de Tamar, a quien su abuelo ordenó quemar, fuera de su casa y de la ciudad, porque se prostituyó cuando estaba prometida a Chela (Gen 38, 24).

3.- El fuego en el Nuevo Testamento cristiano

Culturalmente, el fuego no tiene importancia alguna en el Nuevo Testamento, pero la tiene, y mucha, en la religiosidad proyectada hacia el mundo futuro. Juan Bautista presenta los tiempos nuevos como la llegada del Juicio de dios, separando el grano de la paja que se quema por inútil, y puesta ya al hacha en la raíz del árbol estéril que va a ser arrojado al fuego (Mt 3, 10ss).

Jesús de Nazareth en las parábolas emplea las mismas imágenes para designar el juicio de Dios contra los indignos, mezclando elementos del lenguaje apocalíptico y de la terminología popular siempre gráfica y basada en las múltiples faenas agrícolas, así la gehena de fuego, el horno del fuego, el fuego eterno, el fuego inextinguible (Mt 5, 22; 7, 19; Mc 9, 43; Jn 15, 6), expresiones todas que pertenecen al lenguaje metafórico como “el rechinar de dientes”, “el gusano que no muere” y “las tinieblas” en oposición al Reino de Dios y a la vida.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles se relata el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles y María están encerrados en el Cenáculo y reciben el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego (Hch 2, 3-4), es decir, la fuerza de Dios que viene de lo alto para proclamar su testimonio con el don de lenguas. El fuego les ha marcado y purificado, de tal manera, que el miedo ya no es un obstáculo para la evangelización.

También Pablo y otros hagiógrafos del Nuevo Testamento conocen la imagen del fuego como símbolo de prueba, purificación y castigo (1Cor 3, 13; Sant 5, 3; 1Ped 1,7; 2Ped 3, 7, etc.) Y como imagen del ardor que quema a las personas en las preocupaciones y su comportamiento moral contrario al “no amor”, al pecado. En este sentido, la carta a los hebreos muestra la perspectiva tremenda del fuego que ha de devorar a los rebeldes.

Por último, el libro del Apocalipsis conoce los dos aspectos del fuego: el de las teofanías o manifestaciones de Dios “en fuego de llama”, y el del juicio como representación de la justicia divina, donde el Hijo del Hombre aparece con los ojos llameantes (Ap 1, 14; 19, 12).


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