LA COCINA DE LOS JUDIOS DE SEFARAD 

EN LA EDAD MEDIA

 Por: Álvaro López Asensio

Página Web: www.alopezasen.com

 

Los huevos haminados judíos

Hace ya cinco años, publiqué un interesante libro titulado: “la cocina de los judíos de Sefarad en la Edad Media”. A través de procesos inquisitoriales abierto a judeo-conversos (judíos bautizados a la fuerza), fechados entre los siglos XV y XVI, hemos podido recuperar documentalmente, las costumbres culinarias que guisaban los judíos, en el desarrollo de su vida cotidiana, en las grandes celebraciones de su ciclo vital (nacimiento, circuncisión, bodas, velatorios, etc.), así como en las grandes fiestas religiosas (Shabat, Pascua, Sukkot, Año Nuevo, Ayunos, etc.). Dicho libro se puede adquirir en la Editorial Certeza-Riopiedras, con email: Certeza@certeza.com

En la actualidad hay muchas publicaciones sobre cocina sefardí, pero ninguna sobre la cocina que los judíos preparaban y que se documenta en procesos de inquisición a judaizantes aragoneses. La diferencia que hay entre la cocina sefardí y la cocina de los judíos en la Edad Media es que ésta utilizaba los ingredientes (verduras, hortalizas y carnes) locales que existían por entonces. La Sefardí se desarrolla a partir de la expulsión hebrea de Castilla y Aragón en 1492 en los diferentes lugares de destino. Allí asumieron sus costumbres culinarias y materias primas.

En el siglo XVI, la cocina sefardí de la diáspora también empleó en sus fogones aquellos alimentos provenientes de América: tomate, patata, maíz, boniato, vainilla, guindillas, pimientos, pimentón, alubias o freijoles, calabacines, cacao, pavos, faisanes, cacahuetes, piñas, aguacates, chirimoyas y tabaco.

Sería erróneo hablar de una cocina propiamente judía, sino la cocina de los judíos que se alimenta de ingredientes y tradiciones pre-judaicas (hispano-romanas y musulmanas) del medio ambiente culinario en el que vivían y que hicieron propia. Alguna de sus recetas fue asimilada por la sociedad cristiana gracias a los conversos, quienes modificaron sus ingredientes para no ser acusados por el Santo Oficio. En este libro también se dan a conocer las que tienen origen hebreo.

La cocina judía de Sefarad, además de consumir los alimentos kaser permitidos por la Cashrut, también utilizaban mucho los huevos, la miel o azúcar moreno y frutos secos. La berenjena es la hortaliza preferida.

Entre las 60 recetas publicadas en el ciado libro y documentadas en los procesos de inquisición abiertos a conversos de judío, podemos destacar las siguientes:

1.- El hamín (carne de ternera, pollo o cordero; huevos, berzas, garbanzos y especias)

2.- Huevos haminados (huevos duros cocidos con cáscaras de cebolla)

3.- Habas con pimienta (habas secas cocidas y pimienta)

4.- Berzas con queso (col cocida y queso)

5.- Cordero asado con especias y guarnición de cebolla, ajo y frutos secos

6.- Buñuelos de pan y huevo (migas de pan, mezcladas con huevo batido y perejil. Se fríen en la sartén)

7.- El almodrote: (berenjena asada al horno y mezclada con queso, huevo duro, ajo y cebolla)

8.- Arrucaques (torrijas hechas con pan ácimo y miel)

9.- Alcahalillas (torta con huevo en medio. La torta lleva harina, aceite, yemas de huevo y clara batida de huevo que hace de levadura)

10.- Tortillas de Pascua (masa de harina sin levadura, mezclada con huevos, azúcar de caña o miel, y salsa de especias)

11.- Turrado (guirlache con almendras tostadas y una mezcla de miel y azúcar moreno)

12.- Almendolas (almendras y huevos con clara batida al punto de nieve, miel y azúcar de caña)

13.- Pan con miel

En muchos de los pueblos de Aragón y de Sefarad, todavía se cocinan alguna de estas  recetas con variantes. Tras la expulsión de los judíos en 1492, los conversos de judío las siguieron cocinando modificando algunos productos para no ser acusados de judaizar por la Inquisición. Muchos de estos platos fueron asumidos por la sociedad cristiana de entonces, llegando hasta nuestros días.

Tengo recuerdos de mi infancia, cuando mi madre me hacía muchas recetas que, paradoja de la vida, eran de origen judío. Tras la expulsión de los judíos en 1492, los judeo-conversos siguieron cocinando los guisos de sus ancestros, gastronomía que se fue implantando poco a poco en buena parte de la sociedad cristiana.

En esos días gélidos de invierno en que las escarchas cubrían nuestros campos y las casas del pueblo estaban frías, ella nos preparaba el típico cocido de garbanzos con productos del mondongo y carne del tocino. Lo comíamos por este orden: un buen caldo o sopa para empezar, un plato de garbanzos con verdura de segundo y, para terminar, los derivados del cerdo. Lo que nosotros llamamos cocido, los judíos le decían hamín, un potaje con los mismos ingredientes excepto la carne, que era de ternera, cordero o gallina. También lo comían con esta división de platos.


El hamín sabático

Un día me enseñó a hacer buñuelos con miga de pan duro y huevos batidos, popularmente llamados “buñuelos tontos”. Su preparación era tan sencilla que yo mismo los freía en la sartén a fuego lento. Más de una vez me solucionaron la papeleta. Pero mi madre, como todas las madres, sabía muy bien aprovechar los recursos y las sobras. Con ellos hacía, de vez en cuando, la típica sopa de buñuelos, un plato socorrido e ideal para los días que tenía prisa y no quería perder mucho tiempo en la cocina. Estas dos recetas judías han dado mucho juego a las familias más humildes, como la mía.

Recuerdo lo ricas que estaban las olivas negras curadas con sal. Daba gusto comerlas secas y arrugadas en las ensaladas de escarolas y lechugas frescas. En verano, no faltaba un puñado encima de la mesa. Los judíos ya las preparaban y comían con pasión; incluso como guarnición, pues ni la patata, ni el tomate, ni el pimiento se conocían por entonces.

Los judíos solían preparar cabezas de cordero o carnero asadas y partidas por la mitad para la comida de año nuevo. Generalmente se acompañaban con olivas curadas y rebanadas muy finas de berenjena rebozada y frita en aceite rusiente. Este plato ha permanecido vivo hasta nuestros días. En mi casa las comíamos muy de vez en cuando, pues no había hornos eléctricos como ahora. Algún día de fiesta las bajábamos al horno del pueblo para asarlas con patatas. Mis padres rustían los huesos, restos y recovecos. Los hermanos comíamos los sesos y las lenguas, que eran los bocados más sabrosos y blandos. Este asado estaba para chuparse los dedos. Un horneado de pobres para ricos paladares.

En otras ocasiones solíamos asar, en las brasas del fogaril, filetes finos de hígado de cordero y ternera a la brasa, que luego comíamos entre el pan con alguna ensalada. Sin querer, los estábamos asando en las parrillas como los judíos, quienes nunca los freían en la sartén, ni guisaban en la cazuela para evitar comer la sangre de su carne. La ingesta de sangre está totalmente prohibida en el judaísmo. Aunque los cristianos ponían en la lumbre tajos de panceta de tocino, parece que la tradición hebrea de asar riñones e hígado ha permanecido intacta en nuestra gastronomía.

Aun retengo en mi memoria el olor a la repostería del horno de leña. Yo era mal comedor, pero los dulces me encantaban, eran mi especialidad. Mi madre me solía llamar lambroto, palabra muy utilizada en toda la comarca de Calatayud para designar al glotón o laminero.

Los dulces formaban parte de nuestra vida cotidiana y de cualquier hogar. Nunca faltaban en las despensas las típicas madalenas y mantecados para ofrecer a los invitados o para quedar bien en las celebraciones familiares. Cuando se ponían duras, las mojábamos en leche o las comíamos con una porción de chocolate para merendar. Pero había más… otro tipo de repostería alternativa que hundía sus raíces en la cultura confitera propia de los judíos.

En la Semana Santa cristiana comprábamos las populares culecas, un rollo redondo con un huevo duro en medio. Los judíos las llamaban alcahalillas y las hacían sin levadura durante su semana festiva de Pascua, que coincidía con nuestra Semana de Pasión. Tras la expulsión de 1492, los conversos de judío las siguieron comiendo con levadura, pero con unas tiras de masa en forma de cruz sobre el huevo. Con estos cambios innovadores cristianizaron el producto, convirtiéndose en uno de los elementos reposteros más característicos no sólo en la comarca de Calatayud, sino en muchos pueblos de Aragón y Sefarad a partir del siglo XVI.

La alcahalilla (la culeca)

En Semana Santa también comíamos las tradicionales torrijas, un pastel muy simple de origen hebreo que denominaban arrucaques. Los judíos aragoneses las comían todo el año con pan leudo, pero en los días de Pascua las hacían con ácimo (sin levadura). En otras juderías de toda Sefarad, concretamente las castellanas, las llamaban “rebanadas de parida”, que se elaboraban para que las mujeres se repusieran del parto y les creciera pronto la leche materna.

Para San Blas (el 3 de febrero) y Santa Águeda (el 5 de febrero) llevábamos a bendecir a la Iglesia los rollos o roscones abizcochados que mercábamos en la panadería del horno. Estábamos convencidos de que, comer un trozo, curaba las afecciones de garganta y prevenía las enfermedades de la mujer. Tenían un aspecto imponente, ya que estaban adornadas con costras de azúcar o anisetes de caramelo. Recuerdo que tardaban mucho tiempo en ponerse duros. Yo me preguntaba qué tenían para aguantar tanto tiempo. El secreto era una masa muy elaborada, el cariño del panadero y las ascuas de la leña. Los judíos las apodaban rosquetas y las hacían con salsas de especias mezcladas en la masa. Las rosquetas y rosquillas se comían todo el año en los principales eventos del ciclo vital hebreo.

En casa siempre bebíamos leche recién ordeñada. Bien entrada la tarde y con la lechera en mano, iba a comprarla a las vaquerías de los vecinos. Luego fijaba mis ojos a la sopera para ver como se formaba la capa de nata mientras hervía. Los manotazos de mi madre impedían que me la comiera antes de tiempo. Ya fría, me la ponía en una rebanada de pan con una pizca de azúcar por encima. Algo que parece tan apetecible y fácil de hacer, ya la comían los judíos con miel; receta que heredamos gracias a los conversos.

Lo mismo ocurría con el pan y la miel. Había días que para merendar me daban una rebanada de pan tostado en la lumbre o en la estufa con unas buenas cucharadas de miel. Por los procesos de inquisición sabemos que algún converso fue acusado de judaizar por comer pan con miel al modo judaico, es decir, de esta manera. Mi madre me decía siempre que si, la merendaba, me daría lustre. No le faltaba razón, ya que este condumio melado era muy energético.

También recuerdo con agrado el olor y el color del arrope que se hacía en otoño, tras la vendimia. En los tizones del hogar cocíamos el mosto, a fuego lento, en un caldero sobre una trébede. El contenido se removía sin parar hasta lograr este melado espeso y muy dulce que, en la Edad Media, sustituía a la miel en la repostería. Con él mi madre hacía mostillo, una gelatina riquísima que llevaba trocitos de nueces o almendras. Parece que no era un postre exclusivo de los judíos, sino común a todas las comunidades socio-religiosas del Medievo, de ahí que haya sobrevivido hasta nuestros días.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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