LA
MÍSTICA JUDÍA: BAHYA IBEN PAQUDA
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Bahya ben Yosef ibn Paquda fue un escritor, poeta, filósofo, místico y ascético judío de Zaragoza que vivió en la segunda mitad del siglo XI. De su vida sólo sabemos con certeza que su actividad literaria se desarrolló entre 1050 y 1080 en la corte taifal de los reyes zaragozanos.
Es posible que ejerciera el cargo de dayyan (juez)
de la comunidad judía zaragozana. Su obra cumbre de mística es “Los Deberes
de los Corazones”. Esta obra va dirigida al hombre corriente inmerso en la
vida cotidiana. Aunque cita a las autoridades rabínicas, su modelo literario y
filosófico se acerca más a la literatura ascética musulmana (zuhd).
También escribió poesía tanto en árabe como en hebreo, pero siempre ajustándose
a la métrica árabe, según la moda impuesta en el siglo X por el también judío
Dunas ben Labrat.
“Los deberes de los corazones” es una teología
ascética y mística. La mística (del verbo griego myein, que
significa “encerrar”) designa un tipo de experiencia, cuyo objetivo es llegar
al grado máximo de unión del alma humana con Dios durante su existencia. La
mística se diferencia de la ascética en que ésta lleva al espíritu humano a la
perfección, mientras que la mística (con ayuda de la ascesis) une al creyente
con Dios.
Este movimiento de origen musulmán influyó en algunos pensadores musulmanes y judíos de Al-Ándalus, entre ellos el hebreo zaragozano, Bahya Ibn Paquda, quien sintetizó la mística sufí[1] a los postulados andalusíes. En su principal obra “los Deberes de los Corazones” sostiene la comunión mística (debequt) del hombre con Dios, que él define como un “unirse estrechamente a su luz altísima”.
Describiendo las cualidades y valores de los órganos
del cuerpo y las obligaciones de cada órgano, describe las obligaciones
religiosas, las creencias y las actitudes del corazón humano donde reside la
dimensión espiritual, la fe y el mundo interior.
La tesis fundamental de esta obra es la distinción
entre los actos externos religiosos y los internos e íntimos, los del corazón,
que son los que tienen verdadero valor. En efecto, el objetivo es que el alma
ascienda en su camino hacia la unión con Dios, el único Dios. Unidos a
Él lo comprenderemos mejor racionalmente. Insiste en abandonar el
ritualismo religioso externo, incluso en el culto, y apostar por una religiosidad
profunda e interior, de ahí la necesidad de la ascesis y mística, un método no
sólo para relacionarnos con Dios, sino también para experimentarlo dentro de la
persona.
En el último capítulo trata sobre el amor divino a
todos los Seres y el amor que las personas debemos reconocer de Dios. Si la
creencia en la unidad de Dios es el fundamento de la religión, el amor a Dios
es lo que da sentido a la fe personal. Para entender esto pone el ejemplo de
los tres amigos: aquellos que no sacrifican por sus amigos niño sus propios
bienes; los que sacrifican también sus cuerpos, y, finalmente, quienes entregan
bienes, cuerpo y alma. Amar a Dios significa consumirse enteramente en el amor
hacia Él sin participación de otra persona.
Sin embargo, no se podría alcanzar el amor a Dios sin
haber satisfecho muchas condiciones preliminares, como la sinceridad, doble
humildad, doble examen de conciencia y doble consideración, es decir,
sinceridad de los sentimientos religiosos y de la práctica, humildad frente a
Dios y a sus elegidos, así como examen de conciencia de las
obligaciones y beneficios que Dios nos imponen.
A pesar del papel que concede a la razón, da, aunque
sea a expensas de la lógica, una categoría al menos igual a la Ley. Esta es
para Bahya lo que siempre ha sido en la conciencia judía: la carta de la
elección de Israel, fuente de favores, pero, al mismo tiempo, de obligaciones
especiales. La Ley es la suprema regla de vida y la ascesis no es buena sino
cuando está de acuerdo con la moderación querida por ella.
Esta moderación ignora la violencia de los
sentimientos que inclinan la persona hacia el Creador. Prescribe amar a dios,
pero este amor es respeto, deseo de satisfacer al amado, abnegación y entrega
de sí mismo, nada más.
Por esto, Bahya queda desconcertado ante el amor
místico cuyos distintos aspectos ha podido estudiar de la filosofía de los
musulmanes. En el fondo, los rechaza todos, aunque los préstamos que hace a los
textos sean numerosos, y su doctrina del amor a Dios se limita a un comedido
desarrollo de un pasaje bíblico que es precisamente la antigua profesión de fe
de Israel.
[1] La mística musulmana nació en el siglo VIII de la
mano de los sufíes, cuyas ideas fueron
consideradas desde el principio por el Islam tradicional como heterodoxas,
precisamente, porque frente a la concepción musulmana primitiva de un Dios
inaccesible, este movimiento preconizaba el amor y la bondad de Alá, así como
la posibilidad de la unión mística con él. Los sufíes revindicaron una
religiosidad menos externa y más
interior -como el profeta Mahoma- y postularon la necesidad de la ascesis para
alcanzar de forma paulatina la verdad espiritual interior o haqiqa.
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