LA PRESENCIA IGNORADA DE DIOS

Por: Álvaro López Asensio

Página web: www.alopezasen.com

 


Las personas de hoy en día pueden llegar a una pérdida de la conciencia de pecado por su frialdad y lejanía de Dios. El pecado es el “no amor”, todo aquello que hacemos de pensamiento, palabra y obra contrario al amor y a la humanidad del corazón.

Hoy, la inmoralidad de todos los grupos humanos se exhibe a pleno día sin rebozo ninguno y con una tranquilidad que nos hace pensar en una posible ausencia de mala fe en las personas que se entregan a ella. La consecuencia de esta inmoralidad es la pérdida del sentido de pecado y, con él, la innecesaria práctica de perdonar porque no se cree uno culpable. El motor de la historia es el perdón. Sin perdón el ser humano se cree Dios, perfecto, la medida de todas las cosas. Este gran pecado (“el no amor”) desarrolla una sociedad injusta, insolidaria, que nos aleja de Dios y de nuestros semejantes. También las relaciones interpersonales se resquebrajan por el egoísmo y el orgullo que impide dialogar, instalarse en el “yo” para olvidar el “tu” y el “nosotros”. Esto está ocurriendo por una pérdida del sentido de Dios y por encerrarnos en el egoísmo orgulloso de nuestro mundo interior y orgullo de superioridad.

En el Paraíso terrenal bíblico, en los albores de la humanidad, pretendimos ser como dioses. Más tarde quisimos negar la existencia de Dios y estuvo de moda el ateísmo. El mayor pecado del siglo XXI es que las personas no niegan la existencia de Dios, pero lo exilian de este mundo, es lo que podíamos llamar “la presencia ignorada de Dios”.

Las personas no tratamos, como antiguamente, de hacernos con Dios. Tratamos de situar a Dios al margen de nuestras preocupaciones. Tratamos de vivir y de conducirnos como si no existiera el lazo de participación que nos une con Él. La composición de los pecados no puede presuponerse a partir del propio conocimiento humano, sin un consciente cara a cara con Dios.

Hoy pretendemos enfrentarnos a Dios para desacralizar la realidad, hacer inútil la religión. Ciencia, arte, moral y política, todo es profano; todo es discutible. El pensamiento moderno es funcionalmente irrespetuoso. No admite más conocimiento que el del comportamiento, el de los complejos, el de los fenómenos, el de las medidas empíricas e hipótesis científicas. Todo lo que sobrepasa lo comprobable, lo medible, nos parece sospechoso y reaccionario. Por eso, no entendemos a un Dios que ama y se ofrece a ayudarnos, sino que queremos ver a un Dios que manda, domina, coacciona y acompleja la libertad humana.

Pero tanto en la sociedad, como en la comunidad cristiana, pervive todavía una fatal tergiversación moral del pecado. La vida exteriormente intachable del ciudadano que se justifica a sí mismo, que no tiene de qué acusarse, camufla la impiedad que se expresa en el enjuiciamiento soberbio de los demás. Los deslices sexuales y criminales son los que se anatematizan sin más como pecados, mientras que la propia falta de amor sobrepasa todos los límites. Jesús se sienta a la mesa con los pecadores. Y muestra cómo el fariseo, lo mismo que el publicano; el hijo que se quedó en casa, lo mismo que el hijo pródigo, todos necesitan de perdón y tienen que comenzar de nuevo.

Otra tergiversación, en esta misma línea, consiste en aquella concepción religiosa que deja de lado la necesaria conversión y la sustituye por una pía elevación del corazón a Dios (una simple religiosidad popular). Este tipo de auto-complacencia y de auto-salvación no sólo se encuentra en las religiones orientales, sino también, entre los cristianos.

La presencia ignorada de “Dios amor” es la antesala para rechazar un proyecto de vida basado en el amor y, sin amor, tampoco hay vida espiritual. No basta la empatía, no basta el humanismo, la transformación debe ser integral, como integral es el amor de Dios. Si en el corazón y la vida de las personas falta amor, los pecados –como ausencia de amor- seguirán siendo, por mucho tiempo, una realidad social y personal.


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