TODOS LOS SANTOS:

VIDA, MUERTE, CIELO E INFIERNO

 Por: Álvaro López Asensio

Página web: www.alopezasen.com

 


1.- EL ANTIGUO TESTAMENTO: VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

 El Antiguo Testamento no desarrolla el culto de los muertos. Israel, a diferencia de sus pueblos vecinos, no edificará tumbas monumentales. Ni tan siquiera las tumbas de los reyes (a excepción del rey David y grandes personajes bíblicos) presentan algo extraordinario. En la Biblia, una buena muerte es aquella que no sorprende a los ancianos que tienen una numerosa descendencia (Gn 25, 8; 46, 30).

La humanidad comprende que la muerte forma parte de su condición: “Nosotros debemos morir y somos como agua versada por tierra que no se puede recoger y Dios no devuelve la vida” (II Sam 14, 14). Sólo Dios subsiste por siempre (Sal 18, 47).

 La Biblia define a la muerte como un sueño (Dt 31, 16). La tradición judía coloca en escena al ángel de la muerte que se presenta al agonizante con una espada en cuya punta se separa una gota de hiel amarga para penetrar en la boca del agonizante que gusta la muerte. Este ser angélico conduce a las personas  hacia el sheol (lugar donde moran los muertos a la espera del Juicio Final) o morada hebrea de los muertos (Sal 49, 15), y penetra en las casas para acabar con los niños (Jer 9,20). La vida es una lucha entre las personas y la muerte.

 Los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, presentan la muerte como castigo del pecado. Eva quiso ser como Dios y comió de la fruta prohibida por consejo de la serpiente que representa al maligno. La Biblia presenta diferentes soluciones al problema del origen de la muerte. La idea corriente era la que veía en la vida una ocasión dada a las personas para alabar a Dios. La incapacidad de alabar a Dios era una señal de muerte (Sal 30, 8-10; Is 38, 16-20).

La relación entre el pecado y la muerte se manifiesta con toda evidencia. Por culpa de nuestros primeros padres (Adán y Eva), el pecado entró en el mundo y, por el pecado, la muerte que reina en el mundo. Como dice el libro de la Sabiduría: "El pecado y el impío es ya un muerto, porque ha hecho un pacto con la muerte para entrar en su heredad" (Sab 1, 16).

 Pero el Primer Testamento también anuncia el triunfo de Dios sobre la muerte. Aunque Dios hace perecer al justo y al culpable (Job 9, 22), Él no abandona el alma del justo en el sheol (Sal 16, 10), sino que lo rescata de sus garras (Sal 49, 16) y lo libera para siempre (Sal 18, 17). El profeta Ezequiel, invitando a las personas a la conversión, busca salvar las almas de la muerte (Ez 3, 18-21) para que vivan eternamente: en la vida presente y en la vida futura del Paraíso.


2.- EL NUEVO TESTAMENTO: EL TRIUNFO SOBRE LA MUERTE

En los cuatro evangelios hallamos dos expresiones equivalentes: “Entrar en la vida” (Mt 18, 9) y “Entrar en el reino de Dios” (Mc 9, 47). El reino es concretamente la salvación futura y escatológica (salvífica).

La felicidad venidera de los elegidos la encontramos en Nicodemo, pasaje que enseña cuáles son las condiciones para “ver el reino de Dios” (Jn 3, 3), y a cuya elevación debe someterse el Hijo del Hombre, para “que todo hombre que crea tenga por él la vida eterna” (Jn 3, 15). Un pasaje de Lucas: “el Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) y las parábolas de Mateo (cap. 13), insinúan que el Reino de Dios es una realidad ya presente, deduciéndose una doble fase del Reino: una actual y otra futura. En esto coinciden con el profeta Ezequiel y, por consiguiente, con la tradición judía.

Pero es sobre todo el evangelista Juan quien profundiza más en el concepto de vida eterna. Si en los sinópticos (evangelios de Mateo, Marcos y Lucas) se dignifica el futuro escatológico (la salvación futura), según el cuarto evangelio de Juan, la vida eterna es ya poseída actualmente por la fe: quien cree en Cristo “tiene la vida”, o “la vida eterna” (para Juan vida y vida eterna son equivalentes) (Jn 3, 36; 5, 24; 6, 47; 1 Jn 3, 14). Cristo es la fuente de esta vida, que “estaba en Él”. Jesús dice de sí mismo que “posee la vida” (Jn 6, 57) o, todavía más, que Él mismo “es la vida” (Jn 11, 25; 14, 6; 1 Jn 5, 20).

Sin embargo, esta vida puede perderse cuando desaparece la fe o por atentado contra el amor fraterno (1 Jn 3, 14-15; 5, 16). De ahí que la vida eterna no alcance su consumada perfección sino en el futuro, cuando el creyente sea asumido en la gloria de Jesucristo resucitado y esté donde Él mismo está (Jn 14, 3).

Por consiguiente, ¿En qué consiste la vida eterna?: “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17, 3). En el momento en que Dios es definido como amor (1 Jn 4, 8), nuestra vida no puede tener otro contenido que el amor, y viceversa. Allí donde se da el amor fraterno, allí se localiza la presencia de Dios: “si no amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (1 Jn 4, ,12).

Para el apóstol Pablo, el concepto vida es similar al de Juan. La vida la entiende como participación en la vida de Cristo resucitado (Gal 2, 20) y se manifestará en plenitud con la parusía, es decir, la venida de Dios al final de los tiempos para juzgar a todas las personas y naciones (Col 3, 3-4).

Todos los creyentes de las primeras comunidades cristianas, gentiles o judíos, que buscaban el conocimiento del “único Dios verdadero” poseían, de alguna forma, la vida eterna (Jn 17, 3). Por el contrario,  la ira abatirá “a los que desconocen a Dios y no obedecen el evangelio de nuestro Señor Jesús” (2 Tes 1, 8). El creyente (griego o judío) “no peca… no puede pecar” (1 Jn 3, 9), “ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 24), pues, por su firme esperanza, se libra de la muerte verdadera, la muerte eterna: “todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 26).


3.- QUÉ ES LA VIDA ETERNA

Para judíos y cristianos, la vida eterna, es decir, la vida divina comienza en el presente. De la vida futura debemos hablar con mucha más reserva –sobre todo en las primeras generaciones cristianas- porque incluso el Nuevo Testamento mostró una discreta reserva al respecto.

¿Cómo hay que entender la vida futura? La vida eterna no significa ni la continuación de la vida terrena en la duración sin término, ni una doble vida platónica en el más allá, sino la comunión con el Dios que ha vencido la muerte en condiciones y circunstancias que han dejado tras de sí las rupturas de la vida presente y al último enemigo, la muerte (Ap 21, 4ss.).

Si participamos en el camino de Dios, es decir, en la comunión con Él, la vida presente se convierte: de un ser para la muerte, en una existencia para la vida.

Las personas tenemos la responsabilidad del término de la vida. Hoy día no tenemos por qué estar expuestos -como en la edad antigua y en el Medievo- a dejar que miles de personas mueran por las catástrofes del hambre, enfermedades o guerras. Pero sabemos que no dependerá ni de un destino querido por Dios ni de que las posibilidades humanas en lo que se refiere a prevención y ayuda sean menguadas, sino más bien de una falsa concepción y de una actitud errónea respecto a la vida propia y ajena.

Y puesto que hoy no resulta evidente el aceptar y respetar la vida propia y la de los demás, sino que más bien cunden el desprecio, la angustia y la negación de la vida, corresponde más que nunca a la buena noticia del mensaje bíblico el entender la vida natural como un bello don y un regalo de Dios, como una vida que ha asumido y ha hecho suya, como una vida que ha sido afirmada de nuevo por Él y ha sido restituida en su rango y en su ser propio. Se necesita de un acto consciente de fe para aceptar la vida propia y la vida de los demás con sus errores y defectos, así como una oportunidad para comprenderla y captarla.

 

4.- INFIERNO EN EL CRISTIANISMO

4.1.- El infierno en el cristianismo: la condenación eterna

El Nuevo Testamento cristiano (siglo I de nuestra Era) sigue la versión oficial del judaísmo tardío o helenístico, donde se distinguen una parte superior, llamado sheol o Seno de Abraham, y la parte más profunda llamada gehenna o infierno en cuyas llamas son atormentados los pecadores (Lc 16, 22-28) y donde se encuentran los muertos que no alcanzaron la bienaventuranza. Así se llegó al actual sentido corriente del infierno.

En la Edad Media se piensa que el infierno es la morada de Satán, el ámbito alejado de Dios, el espacio abandonado por Él y enemigo de las personas. En este lugar demoníaco se padece el tormento, es decir, el sitio donde uno está lejos de Dios, en ausencia de Dios, sin participar del amor, la luz y la gloria de Dios.

Esta visión teológica influyó poderosamente en el arte románico medieval. La piedad y superstición popular interpretó el infierno como un lugar de tormento al que había que evitar  -a toda costa- por medio de la fe en Dios y una conducta evangélica. Pero lo que causó mayor fascinación fue el fuego del infierno. Predicadores de misión echaron mano de esta imagen para describir a sus oyentes los horrores del infierno y motivar la penitencia y el sentido de culpa por el pecado. Para evitarlos, las almas tenían que arrepentirse de sus pecados y perseverar en la fe y el amor de Dios.

 4.2.- La vida y muerte vital

Para muchos judíos y cristianos, hablar del fuego eterno en las profundidades del infierno donde reside el demonio y sus colaboradores, es escandaloso, inconciliable con el mensaje del Dios amante y misericordioso. Para ellos, hablar del castigo eterno del infierno contradice el mensaje sobre el Dios del amor.

¿Tiene que desaparecer entonces de la predicación el tema del infierno como algo acristiano y que está por debajo de esta religión, para poder mantener el mensaje del amor de Dios? Quien piense así deberá primero poner en claro que el mensaje del amor de Dios no puede significar ni implicar un desvirtuar la realidad de Dios: éste es  y sigue siendo el Dios Santo.

Pero este alejamiento de la salvación, ese no tener comunión alguna con Dios, ¿comienza sólo con la muerte o el juicio? ¿No habrá que decir más bien que donde domina el alejamiento de Dios, donde quiera que se le abandona, donde dominan incredulidad y pecado, allí se encuentran las personas encerradas dentro del infierno; es ahí justamente donde se les juzgará? En esta línea, acaso podemos encontrar la posibilidad de hablar del infierno de modo acomodado a nuestra sensibilidad moderna.

Quizás ha conservado algo bíblico las personas de hoy, cuando hablan también del infierno a su modo, por muy alejado que se encuentren del modo de pensar tradicional sobre el infierno. Infierno es para ellas: la guerra o vivir en un matrimonio desecho, la violencia de género y vicaria, la violación de los derechos humanos y las conciencias, las intrigas llenas de odio por parte del ambiente social e interpersonal. Infierno para ellas son también las cárceles, los campos de trabajo y de concentración, las incómodas y desoladoras condiciones de trabajo en empresas, los contratos basura y salarios basura, las situaciones perjudiciales para la salud, incluso podemos añadir la pandemia de Covid19 donde mueren mieles de personas llenas de vida.

En una palabra, infierno es una vida sin salvación y esperanza. Aunque este modo de hablar es frecuentemente figurado, algo acertado hay en él, desde el punto de vista bíblico: el infierno no es únicamente algo que pertenece al futuro (o al más allá), sino que expresa la experiencia de una realidad alejada y alienada de Dios, en la que falta la gracia, la bondad y hasta la belleza de la vida. Entonces, las personas no cuentan sino consigo mismas y son juguetes de todos los poderes malignos y de todas las consecuencias que el pecado trae consigo: destrucción de la relación interhumana, destrucción del mundo del trabajo, aniquilación del derecho, de la justicia, de la honradez y de la ética personal y social, el vaciamiento del sentido de la existencia y la carencia total del amor, como dijo Jean Paul Sartre.

En resumen, cuando las personas se desentienden de Dios, se hallan lejos de su amor y, por consiguiente, ya están sometidos y metidos en el infierno. Si Dios es amor, una vida sin Dios y sin amor esta avocada a vivir en un infierno vital y espiritual presente y futuro.


5.- EL CIELO PRESENTE Y FUTURO

Los creyentes (judíos y cristianos) debemos hacer posible el cielo en la tierra, presente en la vida humana. El cielo-paraíso sigue siendo la morada de Dios, un estado o dimensión de amor y de encuentro de todos aquellos justos que llevan una vida de perdón, fe y amor a Dios y al prójimo. En efecto, del cielo hay que hablar dondequiera que aflore una realidad que responda, ya aquí y ahora, a la voluntad de Dios. Esto sólo puede afirmarse en la fe en Él.

Las personas tenemos la responsabilidad del término de la vida. Hoy día no tenemos por qué estar expuestos a dejar que miles de personas sufran y mueran por las catástrofes del hambre, enfermedades o guerras. Tampoco debemos hacer sufrir y crear un infierno y sembrar la cultura de la muerte a nuestro alrededor por nuestras maldades, odios, venganzas, envidias, desánimos, desconfianzas, egoísmos, perezas, humillaciones, orgullos, prejuicios, fracasos, amarguras, frustraciones, autorechazos, autodestrucciónes, bajas autoestimas, faltas de gratitud, insolidaridades, mezquindades, culpas, desánimos, miedos, ansiedades, complejos, traumas, desórdenes afectivos, miedos a los compromisos, miedos a los propios deberes, etc.

Cada uno de nosotros podemos construir el cielo a nuestro alrededor. El cielo es posible con Dios. El infierno también es posible con ausencia de Dios. Si Dios es amor, arrimarnos a él posibilitará un mundo mejor. Si nos alejamos de Dios-amor, la autosuficiencia humana suplanta a Dios y afloran los defectos, desajustes y desórdenes de la condición humana que empobrecen nuestra conducta y valores humanos.

Para que haya cielo, tiene que haber cielo en nuestro corazón. Para que haya amor, tenemos que tener un corazón grande. La solución: dejar que Dios actúe en nosotros para cambiar nuestros signos de muerte personales y sociales. El error de las personas es concebir una vida sin amor. El amor se puede tocar si nos dejamos tocar por Dios. Solo Él puede cambiar a las personas. El infierno es la negación de Dios.

Y puesto que hoy no resulta evidente el aceptar y respetar la vida propia y la de los demás, sino que más bien cunden el desprecio, la angustia y la negación de la vida, corresponde más que nunca  entender la vida natural como un bello don y un regalo de Dios. Se necesita de un acto consciente de fe para aceptar la vida propia y la vida de los demás con sus errores y defectos, así como una oportunidad para comprenderla y captarla desde la óptica del amor como un regalo hacia la vida.

Estos días los cristianos celebran la festividad de Todos los Santos, días de visitar los cementerios, poner flores a los túmulos y recordar a los seres queridos difuntos para encomendarlos a Dios. El santoral tiene presente, todos los días del año, a personas fallecidas que han destacado por una vida de fe y ejemplar vida cristiana y que han sido declaradas santos/as, es decir, que están en el cielo participando de la santidad y amor de Dios. 

Pero si han sido Santos/as es porque Dios es la fuete de toda santidad, es decir, nada ni nadie es o puede llegar a ser santo sin Él. La Biblia lo deja muy claro: "Santifíquense y sean santos, pues Yo soy Santo"  (Lev 5, 48); "Así como el que lo ha llamado es Santo Así también vosotros sed santos en toda la conducta. según dice la Escritura: Sean santos, porque Santo soy Yo" (1 Pedro 1, 5-6)

Por consiguiente, todas las personas están llamadas a la santidad, pero nadie la puede alcanzar sin Dios, y tampoco nadie puede igualar la suya a la de Él: "Santo como Dios, nadie hay fuera de Ti ni otra roca fuera de nuestro Dios" (1 Sam 2, 2).

La fiesta de Todos los Santos quiere recordar a esas otras personas anónimas que, aunque no están en el santoral, también están en el cielo participando del amor y santidad de Dios: son santos/as porque han vivido la santidad de Dios y, después de la muerte, siguen viviendo en la santidad de Dios.

Los cristianos, desde la Edad Media, creen que Dios –en cierto modo- habitaba en la parte superior del mundo: el cielo o paraíso; mientras que el mal (encarnado en la figura del demonio) moraba en las profundidades de la tierra. Si a esto se añaden las consecuencias que para la fe de los cristianos tuvo la doctrina de la inspiración verbal de la Biblia, se ve sin más que, al cambiar la imagen del mundo, tal manera de hablar y pensar dio continuamente pie para atacar a la Iglesia, a su predicación sobre Dios y a su mensaje.

Con el paso del tiempo, la doctrina se acomodó a esta imagen del mundo de la antigüedad tardía: el cuerpo pertenece a la tierra y el alma inmortal al cielo de donde vine y a donde va. Pero lo importante no es la concepción espacial, sino lo que de Dios se dice mediante dicha concepción. Piénsese además que a nivel psicológico lo de arriba representa cualitativamente lo mejor: lo de arriba se relaciona intelectual y afectivamente con lo bueno, lo luminoso y lo puro. De modo que con toda tranquilidad se puede seguir usando en la predicación el término “arriba” al hablar de Dios y su actividad, pero quedando claro que este “arriba” no es un concepto espacial, sino un modo simbólico de hablar que califica algo como divino, hermoso, todopoderoso.

Hoy el cristianismo no entiende el cielo y el infierno como un lugar, sino como un estado de vida. La persona cuando muere, sigue viviendo en otra dimensión; sigue viviendo en el amor de Dios (cielo) o en ausencia de Dios (infierno). Estos estados de vida hacen que vivamos -por un lado- en felicidad, luz, gloria y amor de Dios (cielo) o -por el contrario- en soledad, oscuridad, tristeza, sufrimiento y ausencia de Dios, es decir, en el "no amor" (infierno).


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