LA ANUNCIACIÓN DE MARÍA

 Por: Álvaro López Asensio

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 1.- LA ANUNCIACIÓN: UNA TEOLOGÍA DE LA FE

El evangelista Lucas sitúa el acontecimiento de la Anunciación de María en el tiempo y en el espacio: “A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazareth, a un virgen desposada con un hombre llamado José… La virgen se llamaba María” (Lc 1, 26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazareth, hace más de dos mil años, debemos ir a la carta a los Hebreos.

El texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: “Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije:… Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Este plan divino se reveló en el Antiguo Testamento y, de manera especial, en las palabras del profeta Isaías: “El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está en cinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Enmanuel significa “Dios-con-nosotros”. Con estas palabras se anuncia el acontecimiento que iba a tener lugar en Nazareth: la Anunciación.

María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en aquel que la ha llamado. El Dios que ha hecho a María no es un Dios-taumaturgo, sino un Dios que “tanto ha amado al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16; Rom 8, 32). 

Incluso la pregunta de María: “¿Cómo será eso?”, sugiere que está dispuesta a decir “Sí”, a pesar de su temor y de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su “Sí”: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc, 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como nuestra madre en la fe y se convierte en madre de Jesús y en madre nuestra. No son los prodigios lo que hemos de admirar en María, sino su fe, su entrega total a la realización de la voluntad salvadora de Dios. Si fue madre según la carne, María fue también madre según la fe.

Al pronunciar su "Sí" total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta. Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El "Sí" de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó la salvación del mundo. El “Sí” de María se convierte en la madre de la fe, la que puede enseñarnos lo que significa vivir la fe de “nuestro Padre”.

La maternidad de María es algo más que un hecho de su historia personal; constituye un eslabón irreemplazable en la historia de la salvación: el acercamiento de la humanidad a un Dios que desciende hasta ella. Por María, Dios se ha unido a nuestra humanidad.


2.- COMENTARIOS CATEQUÉTICOS

Cuando el sacerdote pregunta a padres y padrinos en el bautizo de sus hijos: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?”; responden: “el bautismo, la fe”. Pero cuando salen del Templo, se les olvidan las promesas. A penas se habla a los hijos de Dios, no se les transmite el don de la fe, tampoco se les invita a desarrollar esa fe en la catequesis de primera comunión y confirmación. Con esta premisa, los bebés van creciendo en lejanía de Dios. No descubren en la familia que Dios es importante, porque para sus padres no es importante. Se hizo un acto social con el bautismo, suficiente para una buena comida en familia. Esto hace que las personas crezcan al margen de Dios, con dudas de fe y, en muchos casos, conviviendo con la presencia ignorada de Dios.

Al ejemplo de María, los cristianos debemos ser valientes y adherirnos al mensaje de Jesucristo con mayor firmeza, reconociendo que es un honor y una gracia creer, en un mundo cada vez más secularizado. Parece que muchos cristianos tienen un complejo de inferioridad con respecto a los incrédulos. No hay seguridad ni orgullo de creer.

La fe que tuvo María en la Anunciación es valiente y un ejemplo para todo el mundo. Ella supo superar las dificultades de no ser creída, y morir lapidada como exigía la Ley judía. Eso sí que fue fe; ella, sí que tuvo fe. Tuvo confianza en Dios y obedeció con humildad. Para creer en Dios hay que empezar por fiarse de Él.

Como María, hace falta que toda nuestra conducta sea tal, que convenza a los incrédulos que nuestra fe es algo que sobrepasa todas las posibilidades humanas y naturales. Cuando hablemos de Dios y con Dios, no lo hagamos como si habláramos de un teorema de matemáticas. Así no se convence a nadie. Mientras que la fe no sea una luz que hace que se vea a Dios presente en todas partes, no cambiará el mundo de signo. Hay que creer en Dios y en todas las realidades humano-divinas con alma y espíritu de niño. Los no creyentes tienen que reconocer a Jesucristo en las palabras y comportamientos de los cristianos, una enorme responsabilidad que requiere fe intensa para nadar a contracorriente.

Es indispensable restaurar el sentido de lo sagrado. Pero vivir una vida sobrenatural no significa tanto tener en regla nuestras cuentas con Dios, cuanto reanudar constantemente los lazos de nuestra amistad con Él. El cristiano tiene que demostrar de manera evidente que Jesús de Nazareth es algo vivo, dinámico, alegre, lleno de esperanza y amor. Tiene que creer en una Iglesia que sea una realidad, no una ficción. Y la realidad de la Iglesia es que es una continuación de Jesucristo. Con esto habremos dado al mundo en que vivimos todo el sentido que necesita.

Para san Pablo la piedad propia, que no conoce la fe en Jesús, constituye precisamente el punto de arranque para una existencia pecadora. Las personas piadosas reclaman fácilmente a Dios en su favor, en lugar de dejarse liberar en favor de los demás. La falta de fe consiste en no echar mano de la libertad que se nos ha dado, en dejarnos arrastrar por la holgazanería y egoísmo para no querer darnos cuenta de lo que debe hacerse, cuando lo reclaman la falta de humanidad o la necesidad.

La fe, la esperanza, el amor y la disponibilidad de María en la Anunciación, deben ser el gran remedio a los grandes males de hoy, un ejemplo de testimonio eficaz ante la adversidad del mundo de incrédulos que nos rodea.

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